Desde que, una vez aprobados los estudios experimentales, el gobierno autorizó la distribución gratuita de la "Libromicina", el problema mundial del hambre quedó definitivamente resuelto. A partir de entonces, una pastilla, administrada en una única toma, permitiría al ser humano alimentarse de libros en lugar de comida.
Muy pronto las bibliotecas se transformaron en comedores populares donde se servía a centenares de familias carenciadas menús compuestos por un número de Selecciones del Reader Digest, una novela de Corín Tellado y, de postre, otra de Marcial Lafuente Estefanía o un cuento de Stephen King (autor al que los nutricionistas sugerían evitar para las cenas por el alto índice de pesadillas que luego generaba entre los consumidores).
No faltaron, al principio, los suspicaces que acusaron de demagógica a la medida, aludiendo a una supuesta baja calidad literaria con que se paliaba el hambre de los más necesitados. Pero las voces se acallaron de inmediato, cuando quedó claro que el único criterio que incidía en la selección era el cuantitativo: a más prolífico hubiera sido cualquier escritor, más barato resultaba alimentar al planeta con sus obras.
Los puestos de libros usados en ferias y calles se convirtieron en sitios de comida al paso, donde por unas monedas uno podía comerse a Hércules Poirot y los otros veinte personajes, de pie, junto a la parada del autobús; los detractores de la Semana Negra de Gijón vieron cumplido su anhelo: de un plumazo, los chiringuitos habían desaparecido del encuentro. Ahora los escritores, en lugar de firmar autógrafos a quienes adquirían su libro, les regalaban tenedores y servilletas.
Volúmenes de Barbara Cartland, Asimov, Isabel Allende, Sydney Sheldon o Ryoki Inoue —con cualquiera de sus seudónimos— comenzaron a alternarse en la mesa de las familias de clase media. Las novelas de Verne, en reimpresiones con portadas cada vez más llamativas para atraer a un público que rápidamente se hastía de envases idénticos, atiborraron las góndolas de los supermercados.
Por supuesto, no faltaron los indigentes que recurrían a guías telefónicas o manuales escolares, desechados por los demás en los contenedores de basura. (La enorme cantidad de personajes que aparecen en las guías, según los médicos, las vuelven particularmente beneficiosas para la salud. No es el caso de los manuales, en donde siempre intervienen los mismos, provocando por su escasa variedad severos déficits nutricionales).
Lo cierto es que el único efecto secundario de la "Libromicina" registrado hasta el presente ha sido el ligero cambio en lo que algunos "antojos" de las mujeres embarazadas producen en el feto: los niños nacen hoy, en lugar de con una manchita sonrosada, con un diptongo tatuado en cualquier parte del cuerpo.
Ciertos libros se encumbraron pronto como manjares exquisitos, fuera del alcance de los paladares comunes. La prensa rosa (que la gente lee antes de zampársela como aperitivo) informa, por ejemplo, que un conocido actor de Hollywood ofreció a un selecto grupo de invitados ejemplares de Pedro Páramo y Las Voces, de Porchia, para celebrar el éxito de taquilla de su última película.
Se han dado casos de libros únicos de determinado autor, como Defensa del ídolo de Omar Cáceres (con prólogo de Huidobro), que alcanzaron en las subastas precios multimillonarios y cuyas páginas acabaron degustadas por quienes se las adjudicaron sólo en ocasiones sumamente especiales, palabra a palabra, a lo largo de décadas.
Diversos historiadores apuntan que la XVI Guerra Mundial se originó en la pretensión, por parte del Presidente de los EE. UU., de hacerse con un ejemplar de la Biblia de Gutenberg y servirla asada (con la Summa Grammaticalis como guarnición) en ocasión del 4 de Julio.
Aunque persisten las antiguas riñas entre corrientes culinarias, hay, sin embargo, una cuestión en la que las diversas escuelas acuerdan por unanimidad. Se trata de la obra de un autor del todo desconocido para el gran público, Johann Paulus Statorius, que publicó en 1963 su único poema en un libro de una sola página.
Los contados gourmets que han conseguido probar alguno de sus versos opinan que nada iguala el sabor agridulce de sus metáforas y la delicada fragancia de sus sinalefas.
Jejeje, me encanta eso de los "antojos" en forma de diptongo.
ResponderEliminarSigo leyendo.
Celsa.
No se ven las imágenes. ¿?
ResponderEliminarAcabo de entrar a tu blog por lo que solo he podido "ver que no veo" las imágenes que tienes puestas en esta última vez. Porque la que tienes en cabecera, esa, si que la veo cuando entro.
Lo mío es la palabrería rococó y quiero tener palabrería gótica ¿qué puedo hacer? snifff!
Sinuosa: ya quisiera ver yo si te gustaría que naciese un niño con un "Ay" manchándole su nalga derecha...
ResponderEliminar(Te agradezco el comentario, Celsinha)
Es fácil, Diana, si conservaste la factura de la palabrería rococó. En ese caso, te vas a la palabrerería y, en el mostrador de Atención al Cliente, explicás tu caso. Seguro que te aceptan el cambio.
ResponderEliminarGracias, piba :)
Buenísmo, genia!!
ResponderEliminar(Secretamente, tu admirador colgado)
Muchas secretas gracias, entonces.
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