Corrieron sobre el agua tantos puentes,
y los muertos, todavía, en mi garganta.
«Terminá de tragarlos de una vez.
No invoques, no los llames,
no los dejes salir y hacerse nombres.
Vivís, ¿qué más querés? Hablar no es necesario.
Sobre todo, no mires hacia atrás.
Nunca mires atrás. Y de una buena vez, terminá de tragarlos.»
No acaté y me volví.
Tal como está mandado, me convertí en estatua.
«Callarán los recuerdos algún día.
Se ahogarán, algún día, en tus pantanos.
Sólo hay que darles tiempo. Un tiempo y una jaula.»
Desde entonces, un ojo mío, reflector, patrulla.
(El otro apunta al frente, obediencia de vida tardía y torpe.)
Ojo de estatua de sal hecha con lágrimas.
Ojo de estatua de cal hecha con huesos
que llenaron de mar un río dulce,
que tiñeron de blanco un río gris y sucio.
Y no puedo escribir. No sé nombrar. No puedo.
No sé hablar de mi país poblado de lugares vacíos en la mesa,
de lugares comunes en mi verso.
No sé hablar de un pasado que se queda
y no pasa.
No sé de qué manera hablar sin golpes bajos sobre aquel otro que derrengó ese marzo.
No sé hablar del estigma, de la sangre que brota eternamente herida,
sin vírgenes que acudan ni multitud que clame.
No sé cómo decir y desespero
por librar a mis muertos de la celda en mi entraña.
Okupas de mi historia y del misterio, sus condenas perpetuas
latiendo entre mi carne.
No quise que el olvido los oyera al venir a buscarlos,
y les tapé la boca con la almohada.
(No puede hablar. No puede.
Sus manos no supieron rasguñar esas piedras.
Ni tampoco su viento dice nada a la lluvia.
Ojos de sal, no de papel, tiene aún hoy la muchacha)
Otros hablaron tanto que ya se ha dicho todo.
La estatua sigue muda.
Y sin embargo, cree que existe una hoja en blanco
con nombres de sus presos escritos en el margen.
Esa garganta espera, un día, desatarlos.
Sólo debe gritar lo que no pudo.
Sólo hay que darle tiempo. Un tiempo y la palabra.
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