Este tiene que ser el anteúltimo capítulo. De otro modo, peligrará algo más valioso que mi vida: mi equilibrio mental, ya de por sí escaso por hábito propio.
Acabé de escribirles la otra noche con el ánimo temeroso y decaído. Decayó más todavía cuando, al dar el "send" y dirigirme al sofá del salón para ver una película, veo a Golda salir desde detrás del sofá, pasar a mi lado y desaparecer.
Se confirmaba así, sin género de dudas, que esa gata vive pendiente de estos mails, tal como expliqué en aquel mensaje. ¿Que no puede ser? Pues pasen y lean, señores, pasen y lean.
Esa noche, precisamente después de descubrir su juego ante ustedes, Golda no sólo se dejó ver, sino que lo hizo como burlándose de mí. No corrió tan rápido como es habitual en ella. Fue en tercera, digamos, en lugar de ir en quinta. Parecía pensar: "Te crees muy lista, ho. Tú lo que yes yé gilipollas, si crees que me cogerás" (Es una gata asturiana, ¿qué quieren?).
Pero no sólo su forma de andar daba cuenta de que algo había cambiado tras mi último mensaje. Esa noche aciaga, Golda produjo un récord absoluto de apariciones: mientras yo veía tele, se dejó oír rascando en la arena del recipiente, en el hall de entrada, y, en su tercera salida a escena, dos horas después volvió a cruzarse conmigo, esta vez en dirección contraria, cuando me iba a mi dormitorio. ¡Tres señales de vida en una sola velada!
Y lo que fue aun más espectacular: ya acostada en mi cama, a punto de dormirme, oí un breve maullido que provenía de la planta baja.
"Mecáchis", me dije, "La gatita bajó de mi cama sin que me diera cuenta y ahora no puede subir la escalera". Pero cuando apoyé la mano en la colcha para incorporarme e ir a rescatarla, toqué algo peludo y suave, que no era Platero porque se puso a ronronear.
Lo literalmente inaudito había ocurrido: ¡¡¡Golda sabía maullar!!!
De nuevo, me desvelé. ¿Cómo dormir sabiendo que una cosa amenazadora, que aparece y desaparece, que ya atentó contra tu vida dos veces, además maúlla?
Ayer no les escribí temprano, y por ende Golda no aportó. Pero, oh, malhadada ocurrencia, sino avieso, comencé este mail poco antes de irme a dormir y lo guardé. Ocurrió que había consultado el caso con un veterinario (me dio una larguísima explicación que se resume fácil: Éider o su suegra me engañaron. Esta gata jamás fue ni será normal, aunque podría probar rociando toda la casa durante un mes con un spray carísimo de no sé qué hormona relajante, como primer paso de un largo proceso didáctico-gatuno) y quise contárselo a ustedes. Más me habría valido morderme el teclado.
Antes de acostarme, cubrí el sillón que había cagado ya dos veces, con una sábana impermeable que quedó de cuando el Jota era chiquito, y me fui a la cama. Esta vez, fue el precio del spray relajante lo que me desveló.
Hoy por la mañana, al entrar al salón, veo que la sábana no está como la dejé, sino algo arrugada. Me acerco lentamente, temiéndome lo peor. Pero fue mucho más peor: Golda había logrado hacer pis de tal modo que corrió la sábana y la meada había chorreado sobre el tapizado, el almohadón, el respaldo, llegando hasta los muelles.
Golda no debía haber hecho esa jugada. Me había tenido donde quería: aterrorizada, impotente, mirando cada vez hacia arriba por si se me caía encima una maceta. Golda ya ganaba la pulseada; yo había estado a punto de escribir aquello de "No se culpe a nadie..." (sobre todo, porque ningún jurado condenaría a una gata). Pero la meada de hoy lo cambió todo.
Me enfurecí. Aullé, encorvé los dedos como garras, di vueltas por el salón pegada a las paredes, volví a aullar, gruñí, clamé al cielo... Y, por último, tomé mi decisión.
Como enloquecida, agarré la aspiradora, que hace mucho tiempo no usaba porque tiene algo metido en el caño que obtura el paso del aire. Me lancé hacia el estante donde guardo los cables. Aferrando uno, intenté destapar el tubo. Nada. El cable no pasaba, pero en el intento, la punta se me metió en un ojo. Abrí el cajón de los cubiertos de un manotón. Con un cuchillo, traté de desarmar el caño. No me sirvió. Manoteé la caja de herramientas buscando el destornillador mientras me lamía la sangre de la palma, producto del corte con el cuchillo. No conseguí destapar el puto caño, así que lancé contra una pared el destornillador y fui a buscar una gasa para la palma y otra para la yema del dedo, justo donde me había clavado la punta del destornillador. Como todavía me quedaban sanas unas cuantas partes del cuerpo, resolví dejar de lado el caño.
Con la aspiradora sin tubo bajo el brazo, me dirigí al living. La enchufé y fui apuntando el agujero del aparato hacia cada rincón, detrás de cada placard, por debajo de cada sillón.
Me quedaba suficiente lucidez como para no pretender aspirar a la gata a través del agujero, aunque habría sido estupendo. Sólo aspiraba —nunca mejor dicho— a asustarla con el ruido y que saliera de donde mierda estuviese escondida.
Acabé con el salón. No estaba allí, podía jurarlo. Pero acabé con el salón literalmente: los muebles corridos, las sillas volcadas, los almohadones encima de la tele, los cuadros torcidos... Era el Guernica en versión gijonesa.
Abrazada a la aspiradora, empecé a mover los objetos de debajo del hueco de la escalera, uno a uno. Movía algo y metía estruendo con la aspiradora. Después puteaba, porque la gata tampoco estaba allí. Pero volvía a mover otra cosa y a darle al botón de encendido.
Hice lo mismo en la cocina. Me tiré al suelo debajo de los armarios y prendí la aspiradora. Moví la heladera, el lavarropas. Volví a putear.
Sólo me detuve cuando sentí que yo misma me evaporaba como Golda, pero de tanto transpirar. Me arranqué la remera y seguí, en corpiño, dando vuelta la casa patas arriba y alarmando al vecindario: jamás me habrán oído usar tanto tiempo la aspiradora.
Por último, miré la hora. Era casi el mediodía y yo no había empezado a trabajar. Puteando de nuevo, guardé el aparato y me metí en el escritorio, la única habitación que conservaba su desorden normal porque allí no había buscado a Golda.
Por costumbre, al ir a sentarme a la PC biché detrás del armario, en el rincón oscuro donde había estado escondida dos días hasta que el Jota la asustó.
Dos ojos amarillos.
Cuatro patas negras.
Un rabo, no largo.
Dos orejas enhiestas.
De inmediato cerré la puerta del escritorio y fui a sentarme sobre las ruinas de mi living. A pensar.
Al rato, salí de compras. Volví con un segundo recipiente para arena, un segundo comedero, un bolso de lona fuerte, negro, con cierre relámpago y un par de guantes metálicos. Una ganga: más barato que comprar otro sillón en el Rastro.
Metí todo en el escritorio, cerré la puerta y la ventana y me senté a trabajar.
Cuando el Jota llegó del colegio, le dije que pasaría unos días antes de que lo dejase entrar en este cuarto, y que, mientras tanto, le prohibía abrir la puerta por ningún motivo. Le expliqué por qué y aceptó.
Por la tarde, salimos a natación y al parque. Al volver, comprobé que en algún momento había salido de su escondite y había comido lo que le dejé en el plato, pero ya había vuelto detrás del armario y desde allí me miraba, con el cuello todo torcido.
Sigue observándome, seguramente, mientras escribo este mail.
Ahora trabajo junto a un recipiente con arena y un plato con alimento para gatos, pero no me importa.
Juego al solitario envuelta en humo de cigarrillo concentrado porque no quiero abrir la ventana para no tener que dudar, si un día no la veo detrás del armario, si se fue de la casa o se metió en otro rincón de la habitación.
Busco cosas en Google tipeando con una mano. Con la otra aferro un bolso negro de lona fuerte, con cremallera, pero no me molesta.
Esbozo un nuevo relato con dos ojos amarillos clavados en mi espalda, pero no me afecta.
El plan es sencillo.
En una semana el Jota acabará las clases se irá de vacaciones a lo del padre. Ese día me compraré una aspiradora nueva. Una con el tubo muy, muy largo.
Después daré un paseo por algún otro barrio. Posiblemente, cerca de alguna piscina municipal, cosa de no llamar la atención cuando camine con un bolso negro, de lona, bien cerrado, colgando del hombro.
Well, thank you very much.
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