«De los diversos colores de las caras y cuerpos de los cerreños», por Manuel Scorza
Seis minutos antes del mediodía del 14 de marzo de 1903 cambió, por primera vez, el color de las caras de los cerreños. Hasta entonces los felices habitantes de la lluviosa Cerro de Pasco ostentaban rostros cobrizos. Ese mediodía sus rostros cambiaron: un hombre emergió de una cantina donde bebía agua ardiente de culebra con la cara y el cuerpo azules; al día siguiente, otro varón que se emborrachaba en la misma cantina lució el verde; tres días después, un hombre de rostros y manos anaranjados se paseó por la plaza Carrión. Faltaban pocos días para el carnaval y se creyó que eran candidatos a ocupar plazas de diablos-supay, pero los carnavales pasaron y la gente siguió mudando de color.
Cerro de Pasco es la ciudad más alta del mundo; sus callejuelas se retuercen a mayor altura que los montes más elevados de Europa. Es una ciudad donde llueve doscientos días al año. El día se entreabre sobre una velada. Cerro de Pasco se acurruca al final de la pampa de Junín. Para los mismos chóferes embufandados hasta los ojos, la pampa es un mal paso. Todos los camioneros pegan en su parabrisas estampas de la Beatita de Humay: le encomiendan sus motores. ¡No vaya a ser que les falle en esta estepa perpetuamente pulida por las heladas; en esta pampa donde el soroche, el mal de altura, fulmina a tantos costeños! Los viajeros que conocen esa desolación vigilada por el ojo celoso del lago Junín se santiguan apenas desembocan de los rocosos desfiladeros de La Oroya. ¡Virgen María, Protectora de los caminantes, ampáranos! ¡Santa Tecla, Protectora de los peregrinos, ruega por nos!, rezan, verdes por la falta de oxígeno, apretando los limones inútiles contra la anoxia. Ni los collares de limón ni las oraciones sirven en estepa sin árboles. Porque los que no viajan a Huánuco no conocen árboles ni flores; nunca los han visto; aquí no crecen. Solo pasto enano desafía la cólera de los vientos. Sin ese pasto, sin el ichu, nadie viviría. El pajón es el alimento de los rebaños de carneros, única riqueza. Millares de ovejas ramonean en la pampa hasta las tres de la tarde. A las cuatro, cae la guillotina de la oscuridad. El atardecer no es el fin del día sino el acabamiento del mundo.
¿Qué trajo a los hombres a esta capitanía del infierno? El mineral. Hace 400 que Cerro de Pasco esconde el más fabuloso yacimiento del Perú. Ahí, en una pelada colina, casi rozando los testículos del cielo, se alinean maltrechas tumbas de los cateadores: vinieron por fortuna y dejaron huesos 300 años después de los empecinados gallegos, los duros alemanes, los desconfiados franceses, los rígidos servios, los peligrosos griegos; todos duermen en sus tumbas maldiciendo la nevisca.
Hacia 1900 las vetas se agotaron. Cerro de Pasco, tan orgullosa de sus doce viceconsulados, falleció. Mineros, comerciantes, restaurantes y putas la abandonaron. Cerro, pues, se despobló. El vago censo departamental de 1895 enumera 3222 casas. En los cinco años siguientes, el viento arrastró 2832 casas. Poco a poco, Cerro volvió al páramo. En 1900 ya sólo quedaban unas cuantas casas, acurrucadas alrededor de plaza Carrión, cuando una víspera de Semana Santa llegó un gigante rubio de alegres ojos azules, de llameante barba roja, estupenda para comilonas y borracheras. Era un Ingeniero, un formidable fornicador que desde el comienzo se mezcló y simpatizó con la gente. Al principio la gente desconfió del norteamericano, pero vieron que más que de los teodolitos, el barbirrojo se preocupaba de buscar las galerías de las cholitas, y le cobraron confianza. El gringo anduvo unos meses recogiendo muestras y mejorando la raza. La gente se le encariñó. Infortunadamente, el pelirrojo enloqueció.
Una tarde, entró al "Valiente Huandoy", una cantinita de mala muerte donde sobrevivía un cajón de whisky de los buenos tiempos. Se bebió una botella, luego dos, luego tres. Al atardecer salió a la calle a repartir el whisky. A las siete lo visitaron los diablos azules. Quizás se excedió en las copas; quizás lo afecto finalmente la altura: comenzó a reírse como embrujado. La gente siguió bebiendo —se emborrachaba a costillas del cómico—, pero poco a poco, a medida que la risa se convertía en una catarata de carcajadas, en un espumoso mar de risas, en una marejada de burla, se asustaron y salieron. No había por qué. Una hora después, el de la inolvidable barba crepuscular se secó las lágrimas, depositó un montoncito de libras de oro y salió del "Valiente de Huandoy". No volvió jamás.
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