miércoles, 21 de octubre de 2009

Consigna del taller, última del 2010: Narradores



Como próxima consigna, les propongo contar una anécdota ocurrida en un banco.
La segunda condición: contarla desde dos narradores diferentes y paralelos, en secuencia. En el texto que resulte del ejercicio debe ser evidente que son dos los narradores, aun en el caso de que se utilice para ambos la misma persona gramatical.
La tercera condición: que el cuento resultante haga que no llueva y que retorne el calorcito.

Para la gente de la web, hay plazo hasta el 31 de octubre. 
Nota: la tercera condición no es indispensable, aunque sí apetecible.

lunes, 12 de octubre de 2009

Una fractalización, desde Israel

La canción, que me mandó una hermosa sobrina mía, habla del instituto de masajes de Sasha en el pasaje. El tema enamoró a mi hijo, quien no entiende una pepa de hebreo pero sí de risas y de caricias al oído, y que se dedicó a buscar en youtube versiones de "Majon hamasage shel Sasha au pasage" hasta que dio con esta:

Un sueño y una caída de ficha



Un tren avanza desde la estación. Yo camino a su lado por el andén, apurada por llegar hasta la puerta. A través de una de las ventanillas, distingo a mis hijas. Es sólo un momento: el tren acelera y las pierdo de vista. Corro hacia adelante, pero el tren es más veloz. Pasa a mi lado otra ventanilla; esta vez, hay desconocidos en el asiento, blandiendo folios escritos. Extiendo los brazos, corro más rápido. Todo en vano. Las ventanillas se suceden, mientras sigo corriendo por el andén, persiguiendo a un tren interminablemente inalcanzable.
Agotada por la carrera y compungida por lo que el sueño me cuenta sobre mi vida, me despierto.
Pero un rato después abro mi correo. Me espera allí un mensaje de miAna, que me manda una canción de Serrat —un hermoso tema, desconocido para mí— para que despierte "con música". Seguidito al de ella, un mail de miAnat trayéndome otra canción —¡fractalizada y en hebreo, y con título en francés! Una joya: "Sasha au pasage"—.
Dejarme abrazar por ambas canciones hace que me caiga la ficha: es cierto, la vida se nos pone a menudo de costado y nos obliga a correr tras la ilusión de dar abasto. Pero también es otra cosa.
La vida también está en un mismo tren donde viajan Ana y Anat, separados sus asientos sólo por una "t". No se conocen; una es española y la otra, israelí. Una nunca llevó caracolas de Gijón a León; la otra, jamás trajo té "Wisotzky" de Kfar Saba a Asturias. Sin embargo, se encuentran las dos, frente a frente, en un pasillo. Se miran, se sonríen (mucho, se sonríen), seguramente se tocan las manos, la cara, se dicen algo (o mucho), se despiden.
Aunque ellas no lo sepan nunca, sólo por haberse subido a este tren —no importa en qué estación ni con qué destino—, comparten un trayecto entre sí. Sin haberse visto nunca, y sin verse jamás, intercambian música y palabras y se muestran una a la otra figuritas de su álbum. En ese viaje, yo no las miro desde el andén, desesperada por no alcanzarlas. Ahora no estoy fuera, consultando el reloj sin dejar de correr hacia adelante. 
En este viaje yo soy el tren, soy yo el pasillo. Viajan en mí estas pasajeras, y el traqueteo de mis ruedas no les molesta (¡incluso dicen, a veces, disfrutar del ruido!). A mí me encanta atender a lo que en voz muy baja, una a la otra, se comentan y, sobre todo, cobijarlas.    

martes, 6 de octubre de 2009

Consigna del taller, 1º quincena de octubre: DESCRIPCIÓN II


Antes de las vacaciones, hablamos sobre la descripción, ¿recuerdan? Dijimos que describir —es decir, pintar ambientes, escenarios y personajes para que el lector los vea, los huela, los toque— constituye el alma de un relato, la piedra de toque que define su calidad. Para resultar eficaz, debía cumplir con algunas condiciones:
  • no incluir elementos que apunten a lo general, sino a lo específico y particular. Así, describir a un personaje como "alto y corpulento" sólo le permite al lector ver un tipo de silueta; en cambio, decir de él que tenía "un cuerpo de boxeador" hace que el lector vea a una persona. 
  • no construirse a partir de una mirada habitual sobre el objeto. El sol, cuando es "una bola de fuego en el cielo" o "un sol terrible" o similar, es el mismo que vemos a diario. En cambio, el sol de "Una mujer", de Juan Bosch, es un sol que cobra vida, que se transforma en un asesino sólo por la forma en que es descrito: "La carretera está muerta. Nadie ni nada la resucitará. Larga, infinitamente larga, ni en la piel gris se la ve vida. El sol la mató; el sol de acero, de tan candente al rojo, un rojo que se hizo blanco, y sigue ahí, sobre el lomo de la carretera.[...] De tarde el acero blanco se volvía rojo; entonces en los ojos de los hombres que desenterraban la carretera se agitaba una hoguera pequeñita, detrás de las pupilas. La muerta atravesaba sabanas y lomas y los vientos traían polvo sobre ella. Después aquel polvo murió también y se posó en la piel gris.[...] También hay bohíos, casi todos bajos y hechos con barro. Algunos están pintados de blanco y no se ven bajo el sol. Sólo se destaca el techo grueso, seco, ansioso de quemarse día a día. [...] El cauce de un río; las fauces secas de la tierra que tuvo agua mil años antes de hoy. Se resquebrajaba la planicie dorada bajo el pesado acero transparente." 
  • basarse en detalles vívidos, que apelen a los sentidos.
  • no incluir adjetivos "gaseosos", de esos que están llenos de aire: ocupan espacio pero no se ven. Que un personaje sea "atractivo", "hermoso", "horrible", "terrible", "extraño"... le dirá, al lector perspicaz, mucho más sobre la inexperiencia del autor que sobre ese personaje.  
Veamos ahora cómo sigue esta consigna. Pasen pa adentro, nomás, y  pónganse cómodos.

La idea es, entonces, traer, el martes que viene (*), no un relato, sino solamente una descripción. Puede ser de un objeto, de un personaje o de un paisaje; su extensión: entre tres y veinte líneas... para quedarse con las tres mejores líneas de las veinte.
A partir de la semana próxima, trabajaremos para que esa descripción extraiga de sí misma un relato. Pero atención: que nadie se apresure y se saltee etapas. No traigan cuentos ni siquiera esbozados; tampoco aprovechen algún recorte viejo: escriban una descripción a partir de los lineamientos expuestos ut supra (mi Dios, qué serio suena todo lo dicho en latín o con palabras con equis).

(*) Para los talleristas invitados a través de la web, el plazo vence el 15/10

lunes, 5 de octubre de 2009

domingo, 4 de octubre de 2009

Gracias a tu canto, negra Sosa...



...nos sentimos, alguna vez, un poco menos solos, un poco menos lejos, un poco menos pocos.
Porque no te callaste, porque seguiste cantando, cigarra nuestra, después de que te mataron mal, gracias. Gracias a tu voz, negra, gracias por tu vida.   

miércoles, 16 de septiembre de 2009

Después del paréntesis...


(un largo paréntesis: como de 3 mm, en fuente 12, Georgia. Un paréntesis curvo, como el pico de un cuervo; como una letra ce con ganas de tocar el renglón de arriba. Un paréntesis gemelar, como debe ser, porque ¿de qué me serviría un paréntesis hijo único, que no pueda mirarse al espejo, que no sepa invertirse, darle la espalda a la siguiente frase? Un paréntesis vacacional y vocacional, convocado a dormirse apoyando la frente sobre la última letra encerrada en su tripa)
Eso, bah. Que ya volví

Propuesta de taller (2ª quincena de setiembre)


Para empezar las clases, nada mejor que una buena fractalización.

Para empeñar las frases, cava mejor media atracción
Al despeñar, las haces: nada mejor un buen salmón
Que al despeinar, te cases: "Nádame, Jorge, buen pastor"
Desesperanzas claves: jornadas vuelan en una fracción

Otras fractalizaciones, estas de Fernando Montesdeoca:

Regadera
No bien me asomé a verla se desvaneció en el vapor de la regadera.
No bien me asomé a desvanecerla se regó vaporizada.
Bien: no me asomé a verla, pero se envaneció en la regadera a todo vapor.
Desvanecida atravesó el vapor en asomándome a verla ya bien regada.
Vaporosa en la regadera no: bien que me asomé a verla desvanecida.

Autobús
Tras el autobús venía tu nombre, siguiéndolo para decirle su ruta.
Tras el auto busqué tu nombre que venía diciendo su ruta para seguirla.
Tras venir te dije tu ruta y tu nombre seguido de un autobús.
Autobuses atrás tu nombre venía siguiéndome para decirme mi ruta.
Para decirme tu nombre venía siguiéndome un autobús tras mi ruta.

-----------------------

Fractal es una figura o forma que se puede fragmentar en más figuras o formas que tienen la propiedad de similitud o propiedades de la forma de la cual partieron. Los fractales son estructuras que se ramifican; cada parte, por pequeña que sea, es una réplica exacta de la que forman todas juntas. Por esta virtud conservan cualidades semejantes
(Un señor, en Google)


Fractales son formas geométricas que se caracterizan por repetir un determinado patrón con ligeras y constantes variaciones […] Y sin explicación conocida, se inician diferenciaciones, creándose nuevas formas
(Otro señor, en Youtube)


Un fractal es un objeto semi geométrico cuya estructura básica, fragmentada o irregular, se repite a diferentes escalas
(Un tercer señor, que definió a los fractales y es portador de un excelente nombre y apellido para fractalizar, Benoit Mandelbrot: Noite del Brotbman; Libro del Mandeliot; Tibio Brote de la Manta; Brote verde, manda huevos…)


Consigna:
Se trata, esta vez, de escoger una oración (propia o ajena; la línea de un poema, etc.) y "fractalizarla". Plazo para las respuestas: 30 de setiembre.

A jugar, gente, que si no, el día se nos entristece, se cariacontece, se nos estremece, se nos desestriñe, celos y entremeses...

Ejercicios de minificción, por Fernando Montesdeoca


(extraído de El Cuento en Red)

El dinosaurio agotado
Cuando el dinosaurio despertó, después de que Lauro Zavala hizo el recuento de sus numerosas reediciones, de su aparición en antologías y en traducciones; después de que se generaron, no lo sé, tal vez cientos de páginas de estudios que rebasan con creces sus siete palabras originales; después de haber dado pie a diversas formas de recreación, continuación, poetización y demás; de ser citado, glosado y parodiado, entonces sí, con esta conciencia de su nueva situación existencial, el dinosaurio se sintió agotado al fin, y ya no estuvo más allí, donde alguien despertaba.

Sentido de suficiencia
No fue desdén, simplemente ya había sido dicho demasiado.

Sobredosis
Sucedió que se usó tantas veces la palabra o la idea o la imagen dinosaurio, que hubo una sobrepoblación repentina, especialmente cada que alguien lo soñaba, porque cuando despertaban, siempre, había ya un dinosaurio más.

El dinosaurio es un perro infernal

Inmediatamente después de que el dinosaurio estuvo allí, se salió a las calles: no se sorprendió, no pensó nada, hizo nada más lo que sabía hacer: arremetió a dentelladas contra todo lo que se movía. Harto de devorar seres humanos a pedazos y de estropearse la dentadura con la lámina de los camiones urbanos y los remolques de los trailers, decidió extinguirse (bueno, re-extinguirse), agotado ya de tanto exceso.

Clonación
Se repitió tantas veces en tan poco tiempo la palabra dinosaurio y en tantos lugares, que por fin se agotó, y no se conseguía por ninguna parte. Hubo que mandar imprimir nuevos diccionarios,e incluso listas.
Aún así, siguió agotado (de hecho se agotó aún más). Una consecuencia más de todo esto fue que ya no sólo se agotó, en el sentido de la cantidad, sino también en el de cansancio, de desgaste, y empezó a ya no entusiasmar a nadie, a ya no decirle nada a nadie, hasta quedar doble, y definitivamente, agotado.

Nostalgia
Agotado, el dinosaurio pidió a los viejos dioses del Olimpo: “Ni Scila ni Caribdis, por favor, sólo plácidos restos fósiles dispersos en el desierto de Nuevo México o en La Patagonia”.

Para quienes se quedaron con ganas de leer, el texto completo está en http://cuentoenred.xoc.uam.mx

Para quienes se quedaron con ganas de escribir, ¿qué tal otros ejercicios como estos, pero de la propia pluma?

sábado, 15 de agosto de 2009

Un hermoso dibujo de mi hijita Mari



Sin duda, el mundo es mejor gracias a ella
porque sabe mostrar cómo mirarlo
con unos pocos lápices, ojos inmensos
y la dulce quietud de su ternura.

jueves, 30 de julio de 2009


En la recámara ya no me quedan alas
y mi pólvora es polvo más olvido:
dibujos en la arena
guardados tras los párpados.
Será por esa arena que estos ojos arden:
los frotan los nudillos de mi historia.

miércoles, 29 de julio de 2009

Nuestro concurso, edición 2009


Me complace anunciar el III Certamen de Relatos Cortos Texto Sentido, cuyas bases se exponen a continuación:

1) Podrán participar todos los asistentes a mis talleres (en cualquier modalidad: tutoriales de novela o relato corto, individuales o grupales) ya sean actuales, pasados o futuros.

2) Quien así lo desee, podrá enviar UN ÚNICO RELATO de tema libre —y también de Cuba Libre, si lo necesita para inspirarse— y una extensión preferentemente fija. Es decir, que el cuento no se vaya estirando o acortando según se lo vaya leyendo.
Debe presentarse en fuente 12 (más o menos), a doble espacio (excepto si se tomó el Cuba Libre, en cuyo caso estará a un solo espacio, porque igual ya lo verá doble) y en cualquier formato de fuente, excepto la Fuente Taja, que se parece demasiado a un competidor del taller. (Más bases, clickee abajo)

3) El relato podrá ser de final abierto, cerrado o entrecerrado, feliz o amargo. Lo importante es que tenga fin, y eso por motivos meramente prácticos.

4) Deberá ser enviado desde una dirección anónima —es decir, generada a este efecto y no la que usan habitualmente— a mi dirección: gratexto@gmail.com, con fecha límite del 31 de agosto de 2009, agregando en el asunto: III CONCURSO TEXTO SENTIDO. Yo lo reenviaré a todos los participantes del certamen. Eso, si la que se tomó el Cuba Libre no fui yo, en cuyo caso no estaría en condiciones de reenviar nada. Nos interesa preservar el anonimato, por lo que pedimos que en el nick de la nueva dirección no aparezca nada que permita identificar al autor. Sin embargo, como a la hora de entregar el premio conviene saber a quién dárselo, se les pide que agreguen otro adjunto al mismo emilio, con la plica (título del cuento y nombre del autor)

5) El envío del relato al certamen incluirá necesariamente la participación en la votación, que se realizará el martes 8 de septiembre. Cada participante escogerá, de entre todos los relatos excluido el suyo propio, los tres que, a su juicio, resulten los más logrados, puntuándolos de la siguiente manera: 10 puntos para el mejor, cinco para el siguiente y tres para el tercero. Quienes hayan participado del concurso pero no asistan a los encuentros de los martes —o no puedan asistir ese día— deberán enviarme su votación por e.mail con fecha tope 7 de septiembre.

6) El premio será sorpresa. Pero adelanto que es de los que se compran en la FNAC y tendrá tapas, hojas impresas y, en una de esas, también dibujitos, no sé. Para hacerse acreedor a él, será requisito que se presenten al certamen, como mínimo, siete relatos. En caso contrario, el premio será declarado desierto (o llanura, o meseta, como quieran. Que no habrá premio, vamos, si los que se animan no suman al menos siete).

7) El fallo se dará a conocer, tras el respectivo recuento de votos, el mismo 8 de septiembre. Si el ganador es uno de los asistentes al taller de los martes, se enterará en el acto. Si no, se enterará a través de otro acto: el mío, de informarle por e.mail.

8) Para cualquier punto no aclarado en estas bases, se ruega consultar a través de un comentario a esta entrada, ya que la Comisión Organizadora del presente certamen se han levantado hoy con mucha pereza.

La descripción: observación y selección



«La descripción literaria y el inventario notarial: la falta de inventiva», por Julio Casares

El crítico literario Julio Casares hace aquí una descripción cómica de la hipérbole descriptiva en ciertas obras del autor «Azorín». La necesidad de dotes de síntesis a la par que de fantasía imaginativa se hace evidente para la creación de obras emocionantes y realistas.

Vamos a hablar ahora de algo que constituye el fondo de la literatura, de lo que distingue a los buenos escritores de los malos, de la «piedra de toque del talento», la descripción.
«Azorín», limitando el procedimiento a la pintura de la Naturaleza, dice que «lo que da la medida de un artista es su sentimiento de la naturaleza, del paisaje. Un escritor será, tanto más artista cuanto mejor sepa interpretar la emoción del paisaje: «Para mí, el paisaje es el más alto grado del arte literario».

Veamos, pues, según este criterio, cuáles son las dotes artísticas de Azorín, y comencemos a analizar desde ahora su personalidad y su fisonomía espiritual, como hemos analizado, hasta aquí, el aspecto técnico y material de su estilo. Para ello, y ciñéndonos al asunto de este capítulo, consideraremos al escritor colocado frente al mundo, en dos momentos del proceso descriptivo: el de observación y el de selección.

No todo el mundo puede observarlo todo. Guyau dice que nuestros ojos tienen luz propia y que sólo ven lo que iluminan con su misma claridad. Yo añadiría que esta luz que proyectan los ojos es un reflejo de nuestra Conciencia, y que es indispensable que armonice el estado de ánimo con el paisaje exterior para que surja la emoción de la naturaleza. Un espíritu apacible y resignado, que no haya padecido la violencia de los grandes conflictos interiores, no puede sentir el espectáculo de los elementos enfurecidos, no puede vivirlo, no puede identificarse con las borrascas, ni con las tormentas, ni con los huracanes. Un espíritu angustiado y pesimista pasará por el mundo sin entender ni interpretar la alegría del universo.
Ved a «Azorín» con la «preocupación por la corriente inexorable de las cosas», «esta idea —dice en las Confesiones— es la idea fundamental mi vida..., a ella le debo este ansia inexplicable, este apresuramiento por algo que no conozco, esta febrilidad, este desasosiego, esta preocupación tremenda y abrumadora por el interminable sucederse de las cosas a través de los tiempos.»

Pasa su juventud en el Levante luminoso y recorre por la Mancha una ruta consagrada por el más generoso idealista de todos los tiempos; va auscultando los pueblos de Castilla para sorprender los latidos de la raza; se recrea en los balnearios y playas del Cantábrico... Llanuras desoladas, calles desiertas, jardines con cipreses fúnebres, perros hambrientos y vagabundos, señoritas lugareñas que pasean su incurable tristeza romántica por los andenes de las estaciones; viejos, muy viejos, con un pie en el sepulcro; viejecitas arrugadas que sólo piensan en la muerte y suspiran desde el amanecer hasta la noche: Señores; negras siluetas de clérigos y beatas... No busca juegos de niños, ni amores de mozos, ni canciones, ni risas, en lo que él pinta no hay fiesta de Patrono, ni romerías, ni pólvora, música, ni bailes... Y es que el discípulo de Montaigne descubre aquellas cosas en que se refleja el pesimismo teísta que él mismo va irradiando. Ponedlo en un caserón destartalado y ruinoso, en una fonda sórdida, en un casino de pueblo, y veréis qué pronto se identifica con la realidad que a la fuerza traslada a sus páginas la emoción del ambiente.

He dicho la emoción del ambiente y no la del paisaje, en un modo con el cual, en dos trazos y cuatro manos, sale tan ricamente del paso. «Y la llanura desolada, yerma, sombría, se aleja, se aleja hasta ser una pincelada imperceptible, de las montañas zarcas... (La voluntad, p. 128.)

«Adentro, en la inmensa profundidad del horizonte, la leve pincelada de la cordillera de Salinas azulea por encima de otra pincelada blanca de la niebla». (idem, p. 137.)

«Madrid se pierde, en lontananza, en una inmensa niebla gris, salteada por las manchas blancas de las fachadas, erizada de cúpulas cenicientas, de chimeneas, rasgada por la larga pincelada negra del Retiro. (idem, p. 150.)

Y aparece la Ribera de Curtidores. Entre las líneas blancas de toldos resalta una oleada negra de cabezas. Al final, en lo alto, un conjunto de tejados rojizos, una chimenea que lanza humo, la llanura gris a trechos verde que se extiende limitada por una larga y tenue pincelada azul...» (idem,180.)

«En lo hondo, sobre la pincelada verde del ramaje resalta la pincelada azul de las montañas...» (Antonio «Azorín», p. 16.)

«A lo lejos resalta el pueblo con sus techumbres negras y las manchas blancas de las fachadas... Una larga pincelada azul de montañas, sobre otra larga pincelada negra de los olivos, limita el horizonte». (idem, p.221).

«ya fuera del pueblo, la llanura ancha, la llanura inmensa, la llanura desesperante se ha extendido ante nuestra vista. En el fondo allá en la línea remota del horizonte aparece una pincelada larga azul».
(La ruta de don Quijote, p. 84.)

Para que vea el lector que no hemos hablado de escenografía a humo de pajas, ahí van algunos telones de muestra:

«detrás, casi imperceptible, el telón senil-azul, semi-blanco, del Derrama nevado». (La voluntad, p. 150.)

«solapadas entre los olmos asoman las casas de la Umbría;.un telón zarco
cierra el horizonte. (Antonio «Azorín», p. 8.)

Ya la llanura va limitándose; el lejano telón azul, grisáceo, violeta de la montaña está más cerca... etc. (La ruta de don… p. 107.)

A las veces se acuerda «Azorín» de que, como decía el Yuste, da la casualidad de que casi siempre que canta un gallo, repiquetean los martillos de una fragua cercana:

«Se oye en el silencio profundo el mido de las herrerías y el canto de algún gallo». (España, p. 138.)

«En la soledad de la calle resonaba el martilleo sonoro. Un gallo cantaba a lo lejos». (Lecturas españolas, p. 40.)

«Llega en el silencio de la mañana en la paz azul de mediodía el cacareo metálico largo de un gallo, el golpear sobre el yunque de una herrería.» (Castilla, p. 84.)

No es que «Azorín» no tenga dotes de observador, que sí las tiene, y muy sobresalientes, como veremos luego. Pero el segundo momento del proceso descriptivo, que he llamado el de selección, es aquel en que el artista, después de observarlo todo y de impregnarse del ambiente, escoge aquel que nos da detalles sugestivos, suscitadores de todo un estado de conciencia, que dan, ellos solos, la sensación total, y que «sólo se hallan instintivamente, por instinto artístico, y no con el trabajo, ni con la lectura de los maestros». La carencia de este instinto, o la falta de la resolución indispensable para prescindir de mil detalles vistos y anotados, y para condensar, en una frase párrafos y aun páginas enteras, es un escollo para muchos escritores y especialmente para los observadores privilegiados como «Azorín», que, con frecuencia caen, por esta causa, en la demasía.

Todo el capítulo II de Antonio «Azorín» está consagrado a la descripción exterior e interior de una casa ; no faltan toques de observación bien enfocados, ni aciertos de expresión, pero todo esto se anega en la descripción:

«La casa se levanta en lo hondo del collado, sobre una ancha calle. Tiene la casa cuatro cuerpos en pintorescos altibajos, el primero es de un solo piso terrero; el segundo de tres, el tercero de dos; el cuarto de otros dos. (Sigue la descripción de los cuerpos.)

«Enfrente de la casa, formando plazoleta, hay tina cochera y ermita. (1) La voluntad, p. 79.

La ermita es pequeña; es de orden clásico. Tiene cuatro altares reales con lienzos; tiene uno central con cuatro columnas jónicas, tiene una imagen; tiene ramos enhiestos; tiene velas blancas; cubrevelas verdes...»

Así durante cuatro páginas, hasta que llegamos al interior, el estudio, donde el procedimiento se agrava. Ya no se trata solamente de las habitaciones y de los muebles y demás enseres, sino de los libros, uno por uno.

«La mesa es ancha y fuerte; tiene un pupitre; sobre el pupitre un tintero cuadrado de, cristal y tres plumas. Reposan en la mesa una gran botella de tinta; un enorme fajo de inmensas cuartillas; un diccionario general de la lengua, otro latino, otro de términos de arte, otro de agricultura, otro geográfico. Hay también un vocabulario de filosofía y otro, de economía política. La mesa es de nogal. Los pies delanteros son ligeras columnillas con capiteles clásicos. Sobre esta mesa yacen libros, grandes libros pequeños, un cuaderno de dibujos de Cavarnl, cartapacios repletos de papeles, números de la Revue Síanche y de la Revue Philosophique, fascículos de un censo electoral, mapas locales y generales. El cajón está repleto de fotografías de monumentos y paisajes españoles; fotografías de cuadros del Museo del Prado, fotografías de periodistas y actores, fotografías pequeñas hechas por Laurent, de tas notabilidades de 1860, daguerreotipos, en sus estuches lindos, de interesantes mujeres de 1850.»

Hago gracia al lector del resto del capítulo. Después de dar hasta el contenido de los cajones, pasamos a la primera pared, a la segunda pared, a la tercera pared, a la cuarta pared, y vamos viendo durante cuatro páginas cada uno de los cuadros y litografías que hay colgadas; qué representan, como son los marcos, qué títulos llevan las vistas fotográficas, cómo son los edificios que aparecen en estas vistas, uno por uno, con sus tejados, sus cúpulas, sus chimeneas...

¿Cómo es posible que un artista tan fino y discreto se haya ofuscado de este modo en esa absurda fórmula literaria? Eso que Zola tiene páginas enteras que son catálogos de huesos, o de legumbres, o de variedades de rosales; pero ni procedimiento como tal es digno de imitación, ni abundan imaginaciones donde para cada objeto surge un raudal de bellísimas y poéticas imágenes.

Por fortuna, «Azorín» supo escapar a tiempo de este peligro que, literariamente, pudo haberle costado la vida. Al paso que adelanta en su jornada, se va acercando al ideal de sobriedad, que es el más adecuado a su temperamento. En Antonio «Azorín» hay un trozo admirable, de intensa fuerza evocadora. El protagonista ha recibido una carta firmada de su infortunado tío Pascual Verdú, y este nombre ha traído a su memoria una escena de su infancia.

«en una sala ancha, un poco oscura, empapelada de papeles a grandes flores rojas, con una sillería verde, con consola sobre la que hay dos hermosos ramos bajo fanales... La sala está húmeda. «Azorín» cree percibir aún la sensación de humedad. En el sofá está sentada una señora que se abanica lentamente, en uno de los sillones laterales está un señor vestido con un traje blanquecino, con un cuello a listitas azules, con un sombrero de jipijapa que tiene una estrecha cinta, negra. Este señor —recuerda Azorín— se yergue, entorna los ojos, extiende los brazos y comienza a declamar unos versos con una modulación rítmica, con inflexiones dulces, que ondulan en arpegios extraños, mezcla de imprecación y de plegaria. Después saca un fino pañuelo de batista, se limpia la frente y sonríe, mientras mi madre mueve suavemente, la cabeza y dice: ¡Qué hermoso, Pascual! ¡Qué hermoso!

Se hace un ligero silencio, durante el cual se oye el ruido del abanico al chocar contra el imperdible del pecho. Y de pronto suena otra vez la voz de este señor del traje claro. Ya no es dulce voz ni los gestos son blandos; ahora la palabra parece un rumor lejano que crece, se ensancha, estalla en una explosión formidable. Y yo veo a este señor de pie con los ojos alzados, con los brazos extendidos, con la cabeza enhiesta. En este momento el sombrero de jipijapa rueda por el suelo; yo me acerco a pasitos, lo cojo y se lo tengo con las dos manos, en tanto que oigo los versos con la boca abierta. (Antonio «Azorín», p. 90.)

No hay un pormenor inútil. Ese «ruido del abanico al chocar contra el imperdible del pecho» caracteriza el breve silencio de la estancia mejor que todas esas alambicadas metafísicas de que el silencio se ha espesado o se ha solidificado. Y obsérvese, de paso, cómo en este pasaje, escrito más de diez años atrás, cuando nuestro autor estaba en el período de los artificios y tranquillos que hemos señalado anteriormente, no hay huella alguna de ellos; lo cual me convence una vez más en que tales artificios son enteramente ajenos al estilo y quedan olvidados tan pronto como el escritor se dedica sinceramente a producir la obra de arte. Algunas, páginas más allá, en el mismo libro de que estamos hablando, vuelve a recaer «Azorín» en la descripción distanciada. Véase un pormenor.

«Lentamente va, virando (un vapor) y enfila la boca del Puerto una larga espuma blanca; en la popa resaltan unas grandes letras doradas: O. JI.R. Broherg Ciobenhun. (p. 151.)

Puesto a anotar letra por letra, el autor debió ser más minucioso. Yo no he visto ese vaporcito; pero, por la bandera que llevaba (una bandera roja partida por una cruz) y por las letras copiadas, reconstituye con toda certeza la palabra Kiobenhavn que es el nombre danés de Copenhague.

¿Qué más nos da que dijese eso u otro? Me explico, este error prueba su falta de fantasía. Tengo el convencimiento de que el escritor privado de imaginación creadora, es incapaz de inventar personajes, escenas o tramas novelescas. El único personaje que ha quedado de todos los libros de «Azorín» es «Azorín». En cuanto a escenas imaginarias, no sólo no las busca, sino que las rehúye cuidadosamente, para no verse en el trance de escribir lo que no ha visto con los ojos de la cara.

La voluntad (novela) tiene por fondo sentimental los amores de Justina y «Azorín». Un tío de aquélla, clérigo iluminado y fanático, la va apartando poco a poco del mundo. Por fin, Justina va a entrar en un convento y «Azorín» le habla, por primera vez, en una tarde de Jueves Santo, mientras van recorriendo las estaciones. El lector se queda con la gana de conocer una sola de las palabras que se han cruzado entre los dos muchachos. Dos veces abre la boca Justina en toda la novela, para comentar, como un libro de misa, las parábolas que el ministro de Dios, enardecido, va presentando ante sus ojos.

«El cuidado del día de mañana nos hace taciturnos» dice primero. «La vida es un valle de lágrimas», añade al poco. Justina entra en el convento.¿Qué pasa entonces en el alma, de «Azorín»? ¿Qué piensa? El autor nos obsequia con todo el ritual de la toma de hábito, en latín... Muere Justina; «Azorín» no tiene para ella un solo pensamiento...

Yuste, «el amado maestro», ha muerto también. «Azorín» acompaña al cadáver y describe la marcha del cortejo, las salmodias de los clérigos, el clamor de las campanas, el «moscardoneo de los pies rastreantes», las notas del fagot... Ya llegan al cementerio y dejan el féretro sobre el ara desnuda de la capilla. Los acompañantes se retiran; «Azorín» contempla aquel ataúd que se queda solo... El lector, que ya conoce los pujos filosóficos del personaje y su afición a los «minuciosos autoanálisis», se prepara a leer algo interesante y profundo; pero «Azorín» prefiere darse una vueltecita por el camposanto y examinar el recinto, los nichos, los más nimios pormenores de una fotografía desteñida... Mas he aquí que el autor, que no sabe poner en el alma de los personajes sino sus propios sentimientos, y que no acierta a hacerles decir sino las frases que él mismo ha dicho o escuchado, tropieza en el propio cementerio a los pocos pasos con una escena real, y entonces el vigor descriptivo de su pluma iguala al de los grandes maestros del género. Vea el lector la página siguiente y diga si es posible superarla en realismo, en sobriedad y en rapidez.

«...Al final de una calle de nichos, un hombre vestido con chaquetón pardo, da, arrodillado, fuertes piquetazos en el talud, una terrera tumba. Todos los que han traído la transparente caja de la «mocica» se agrupan en su tomo. Al lado de «Azorín», en los brazos de una campesina un niño ronca sonoramente.
A cada embate de la piqueta el humano cerco se condensa. El negro agujero se va ensanchando. La débil paredilla cede por fin y la siniestra oquedad queda completamente al descubierto. Todos miran ávidamente; los rostros se inclinan ansiosos; un niño se acerca gateando; una vieja encorvada explica quién fuera allí enterrado años atrás. El sepulturero mete el busto en el nicho y forcejea.
Un labriego exclama festivamente: «¡Arrempujarlo pa que se quede dentro!» Y todos ríen.
El sepulturero forcejea. La caja, pegada a tierra con la humedad, se resiste.
La mujer del sepulturero trae un capazo. Y entonces el hombre rompe las podridas tablas y va sacando puñados de tierra negruzca, trapos, huesos amarillentos.
Entre la concurrencia, una fornida moza observa: «¡Repara cómo la coge!»EI sepulturero levanta la cara estúpidamente inexpresiva, tiende un momento su mirada lúbrica por el rostro colorado de la moza, por sus abombados pechos, por sus anchas caderas incitantes, y exclama tras simular un ligero ronquido:
«¡Así te cogeré yo cuando te avíe!»
Después, inclinándose de nuevo, saca del nicho una pala y la sacude en la pared con grandes golpes. La tierra salta, los Circunstantes retroceden, se alejan, destilan indolentes.» (Voluntad, p. 129.)

Todos estos seres viven, se mueven, hablan, y no dicen sutilezas metafísicas ni frases ingeniosas, sino lo que realmente dijeron o debieron decir en el instante en que los hallamos. Yo juraría sin admirar por esto menos la página copiada, que «Azorín» no ha inventado esta escena. Es más: aunque el pronóstico es prematuro, y por tanto, muy arriesgado, casi me atrevería a afirmar desde ahora que nuestro autor no llegaría a triunfar en el cuento ni en la novela, ni en el teatro, ni en ningún otro género principalmente imaginativo. La voluntad, Antonio «Azorín» y las Confesiones son los retazos de esa novela autobiográfica que todo hombre puede componer con los datos de su experiencia personal.

Y aquí dejamos el tema, por ahora.
Hemos querido, en este capítulo, que el lector analice, directamente, ciertas dotes artísticas de «Azorín», contrastándolas mediante «la piedra de toque del talento»; en los capítulos siguientes estudiaremos otros aspectos de su personalidad literaria no menos interesantes.

CASARES, Julio: Crítica profano. Madrid, Espasa-Calpe, 1964, pp. 121- 129.

Hablando de buenas descripciones...


«De los diversos colores de las caras y cuerpos de los cerreños», por Manuel Scorza

Seis minutos antes del mediodía del 14 de marzo de 1903 cambió, por primera vez, el color de las caras de los cerreños. Hasta entonces los felices habitantes de la lluviosa Cerro de Pasco ostentaban rostros cobrizos. Ese mediodía sus rostros cambiaron: un hombre emergió de una cantina donde bebía agua ardiente de culebra con la cara y el cuerpo azules; al día siguiente, otro varón que se emborrachaba en la misma cantina lució el verde; tres días después, un hombre de rostros y manos anaranjados se paseó por la plaza Carrión. Faltaban pocos días para el carnaval y se creyó que eran candidatos a ocupar plazas de diablos-supay, pero los carnavales pasaron y la gente siguió mudando de color.

Cerro de Pasco es la ciudad más alta del mundo; sus callejuelas se retuercen a mayor altura que los montes más elevados de Europa. Es una ciudad donde llueve doscientos días al año. El día se entreabre sobre una velada. Cerro de Pasco se acurruca al final de la pampa de Junín. Para los mismos chóferes embufandados hasta los ojos, la pampa es un mal paso. Todos los camioneros pegan en su parabrisas estampas de la Beatita de Humay: le encomiendan sus motores. ¡No vaya a ser que les falle en esta estepa perpetuamente pulida por las heladas; en esta pampa donde el soroche, el mal de altura, fulmina a tantos costeños! Los viajeros que conocen esa desolación vigilada por el ojo celoso del lago Junín se santiguan apenas desembocan de los rocosos desfiladeros de La Oroya. ¡Virgen María, Protectora de los caminantes, ampáranos! ¡Santa Tecla, Protectora de los peregrinos, ruega por nos!, rezan, verdes por la falta de oxígeno, apretando los limones inútiles contra la anoxia. Ni los collares de limón ni las oraciones sirven en estepa sin árboles. Porque los que no viajan a Huánuco no conocen árboles ni flores; nunca los han visto; aquí no crecen. Solo pasto enano desafía la cólera de los vientos. Sin ese pasto, sin el ichu, nadie viviría. El pajón es el alimento de los rebaños de carneros, única riqueza. Millares de ovejas ramonean en la pampa hasta las tres de la tarde. A las cuatro, cae la guillotina de la oscuridad. El atardecer no es el fin del día sino el acabamiento del mundo.
¿Qué trajo a los hombres a esta capitanía del infierno? El mineral. Hace 400 que Cerro de Pasco esconde el más fabuloso yacimiento del Perú. Ahí, en una pelada colina, casi rozando los testículos del cielo, se alinean maltrechas tumbas de los cateadores: vinieron por fortuna y dejaron huesos 300 años después de los empecinados gallegos, los duros alemanes, los desconfiados franceses, los rígidos servios, los peligrosos griegos; todos duermen en sus tumbas maldiciendo la nevisca.
Hacia 1900 las vetas se agotaron. Cerro de Pasco, tan orgullosa de sus doce viceconsulados, falleció. Mineros, comerciantes, restaurantes y putas la abandonaron. Cerro, pues, se despobló. El vago censo departamental de 1895 enumera 3222 casas. En los cinco años siguientes, el viento arrastró 2832 casas. Poco a poco, Cerro volvió al páramo. En 1900 ya sólo quedaban unas cuantas casas, acurrucadas alrededor de plaza Carrión, cuando una víspera de Semana Santa llegó un gigante rubio de alegres ojos azules, de llameante barba roja, estupenda para comilonas y borracheras. Era un Ingeniero, un formidable fornicador que desde el comienzo se mezcló y simpatizó con la gente. Al principio la gente desconfió del norteamericano, pero vieron que más que de los teodolitos, el barbirrojo se preocupaba de buscar las galerías de las cholitas, y le cobraron confianza. El gringo anduvo unos meses recogiendo muestras y mejorando la raza. La gente se le encariñó. Infortunadamente, el pelirrojo enloqueció.
Una tarde, entró al "Valiente Huandoy", una cantinita de mala muerte donde sobrevivía un cajón de whisky de los buenos tiempos. Se bebió una botella, luego dos, luego tres. Al atardecer salió a la calle a repartir el whisky. A las siete lo visitaron los diablos azules. Quizás se excedió en las copas; quizás lo afecto finalmente la altura: comenzó a reírse como embrujado. La gente siguió bebiendo —se emborrachaba a costillas del cómico—, pero poco a poco, a medida que la risa se convertía en una catarata de carcajadas, en un espumoso mar de risas, en una marejada de burla, se asustaron y salieron. No había por qué. Una hora después, el de la inolvidable barba crepuscular se secó las lágrimas, depositó un montoncito de libras de oro y salió del "Valiente de Huandoy". No volvió jamás.

"Redoble por Rancas", de Manuel Scorza


Aquí encontrarán los primeros capítulos de Redoble por Rancas, primera novela de la serie "La guerra silenciosa", del genial escritor peruano Manuel Scorza. La novela, traducida a 40 idiomas, no es lo suficientemente conocida en ésta, la patria donde nació el nuestro. Como comenté en el taller, no solo recomiendo fervientemente su lectura completa, sino que los desafío: si alguno de ustedes no se conmueve ante sus páginas, le será bonificada una mensualidad del taller. A ver quién recoge el guante.
http://books.google.es/books?id=LUMUNXcgyMEC&printsec=frontcover&source=gbs_v2_summary_r&cad=0

domingo, 26 de julio de 2009

24 de marzo del '76


Corrieron sobre el agua tantos puentes,
y los muertos, todavía, en mi garganta.
«Terminá de tragarlos de una vez.
No invoques, no los llames,
no los dejes salir y hacerse nombres.
Vivís, ¿qué más querés? Hablar no es necesario.
Sobre todo, no mires hacia atrás.
Nunca mires atrás.
Y de una buena vez, terminá de tragarlos.»

No acaté y me volví.
Tal como está mandado, me convertí en estatua.

«Callarán los recuerdos algún día.
Se ahogarán, algún día, en tus pantanos.
Sólo hay que darles tiempo. Un tiempo y una jaula.»

Desde entonces, un ojo mío, reflector, patrulla.
(El otro apunta al frente, obediencia de vida tardía y torpe.)
Ojo de estatua de sal hecha con lágrimas.
Ojo de estatua de cal hecha con huesos
que llenaron de mar un río dulce,
que tiñeron de blanco un río gris y sucio.

Y no puedo escribir. No sé nombrar. No puedo.
No sé hablar de mi país poblado de lugares vacíos en la mesa,
de lugares comunes en mi verso.
No sé hablar de un pasado que se queda
y no pasa.
No sé de qué manera hablar sin golpes bajos sobre aquel otro que derrengó ese marzo.
No sé hablar del estigma, de la sangre que brota eternamente herida,
sin vírgenes que acudan ni multitud que clame.
No sé cómo decir y desespero
por librar a mis muertos de la celda en mi entraña.
Okupas de mi historia y del misterio, sus condenas perpetuas
latiendo entre mi carne.
No quise que el olvido los oyera al venir a buscarlos,
y les tapé la boca con la almohada.

(No puede hablar. No puede.
Sus manos no supieron rasguñar esas piedras.
Ni tampoco su viento dice nada a la lluvia.
Ojos de sal, no de papel, tiene aún hoy la muchacha)

Otros hablaron tanto que ya se ha dicho todo.
La estatua sigue muda.
Y sin embargo, cree que existe una hoja en blanco
con nombres de sus presos escritos en el margen.
Esa garganta espera, un día, desatarlos.
Sólo debe gritar lo que no pudo.
Sólo hay que darle tiempo. Un tiempo y la palabra.

miércoles, 22 de julio de 2009

Para quienes no "probaron" ayer...


este magnífico escritor cubano, va:

"La carne", de Virgilio Piñera

Sucedió con gran sencillez, sin afectación. Por motivos que no son del caso exponer, la población sufría de falta de carne. Todo el mundo se alarmó y se hicieron comentarios más o menos amargos y hasta se esbozaron ciertos propósitos de venganza. Pero, como siempre sucede, las protestas no pasaron de meras amenazas y pronto se vio a aquel afligido pueblo engullendo los más variados vegetales. Sólo que el señor Ansaldo no siguió la orden general.
Con gran tranquilidad se puso a afilar un enorme cuchillo de cocina y, acto seguido, bajándose los pantalones hasta las rodillas, cortó de su nalga izquierda un hermoso filete. Tras haberlo limpiado lo adobó con sal y vinagre, lo pasó –como se dice– por la parrilla, para finalmente freírlo en la gran sartén de las tortillas del domingo. Sentóse a la mesa y comenzó a saborear su hermoso filete. Entonces llamaron a la puerta; era el vecino que venía a desahogarse... Pero Ansaldo, con elegante ademán, le hizo ver el hermoso filete. El vecino preguntó y Ansaldo se limitó a mostrar su nalga izquierda. Todo quedaba explicado. A su vez el vecino, deslumbrado y conmovido, salió sin decir palabra para volver al poco rato con el Alcalde del pueblo. Éste expresó a Ansaldo su vivo deseo de que su amado pueblo se alimentara, como lo hacía Ansaldo, de sus propias reservas, es decir, de su propia carne, de la respectiva carne de cada uno. Pronto quedó acordada la cosa y después de las efusiones propias de gente bien educada, Ansaldo se trasladó a la plaza principal del pueblo para ofrecer, según su frase característica, “una demostración práctica a las masas”. Una vez allí hizo saber que cada persona cortaría de su nalga izquierda dos filetes, en todo iguales a una muestra en yeso encarnado que colgaba de un reluciente alambre. Y declaraba que dos filetes y no uno, pues si él había cortado de su propia nalga izquierda un hermoso filete, justo era que la cosa marchase a compás, esto es, que nadie engullera un filete menos. Una vez fijados estos puntos, diose cada uno a rebanar dos filetes de su respectiva nalga izquierda. Era un glorioso espectáculo, pero se ruega no enviar descripciones. Se hicieron cálculos acerca de cuánto tiempo gozaría el pueblo de los beneficios de la carne. Un distinguido anatómico predijo que sobre un peso de cien libras y descontando vísceras y demás órganos no ingestibles, un individuo podía comer carne durante ciento cuarenta días a razón de media libra por día. Por lo demás, era un cálculo ilusorio. Y lo que importaba era que cada uno pudiese ingerir su hermoso filete. Pronto se vio a señoras que hablaban de las ventajas que reportaba la idea del señor Ansaldo. Por ejemplo, las que ya habían devorado sus senos no se veían obligadas a cubrir de telas su caja torácica, y sus vestidos concluían poco más arriba del ombligo. Y algunas, no todas, no hablaban ya, pues habían engullido su lengua, que, dicho sea de paso, es un manjar de monarcas. En la calle tenían lugar las más deliciosas escenas: así, dos señoras que hacía muchísimo tiempo que no se veían no pudieron besarse; habían usado sus labios en la confección de unas frituras de gran éxito. Y el Alcaide del penal no pudo firmar la sentencia de muerte de un condenado porque se había comido las yemas de los dedos, que, según los buenos gourmets (y el Alcaide lo era) ha dado origen a esa frase tan llevada y traída de “chuparse la yema de los dedos”. Hubo hasta pequeñas sublevaciones. El sindicato de obreros de ajustadores femeninos elevó su más formal protesta ante la autoridad correspondiente, y ésta contestó que no era posible slogan alguno para animar a las señoras a usarlos de nuevo. Pero eran sublevaciones inocentes que no interrumpían de ningún modo la consumición, por parte del pueblo, de su propia carne. Uno de los sucesos más pintorescos de aquella agradable jornada fue la disección del último pedazo de carne del bailarín del pueblo. Éste, por respeto a su arte, había dejado para lo último los bellos dedos de sus pies. Sus convecinos advirtieron que desde hacía varios días se mostraba vivamente inquieto. Ya sólo le quedaba la parte carnosa del dedo gordo. Entonces invitó a sus amigos a presenciar la operación. En medio de un sanguinolento silencio cortó su porción postrera, y sin pasarla por el fuego la dejó caer en el hueco de lo que había sido en otro tiempo su hermosa boca. Entonces todos los presentes se pusieron repentinamente serios. Pero se iba viviendo, y era lo importante. ¿Y si acaso...? ¿Sería por eso que las zapatillas del bailarín se encontraban ahora en una de las salas del Museo de los Recuerdos Ilustres? Sólo se sabe que uno de los hombres más obesos del pueblo (pesaba doscientos kilos) gastó toda su reserva de carne disponible en el breve espacio de quince días (era extremadamente goloso, y, por otra parte, su organismo exigía grandes cantidades). Después ya nadie pudo verlo jamás. Evidentemente, se ocultaba... Pero no sólo se ocultaba él, sino que otros muchos comenzaban a adoptar idéntico comportamiento. De esta suerte, una mañana, la señora Orfila, al preguntar a su hijo –que se devoraba el lóbulo izquierdo de la oreja– dónde había guardado no sé qué cosa, no obtuvo respuesta alguna. Y no valieron súplicas ni amenazas. Llamado el perito en desaparecidos sólo pudo dar con un breve montón de excrementos en el sitio donde la señora Orfila juraba y perjuraba que su amado hijo se encontraba en el momento de ser interrogado por ella. Pero estas ligeras alteraciones no minaban en absoluto la alegría de aquellos habitantes. ¿De qué podría quejarse un pueblo que tenía asegurada su subsistencia? El grave problema de orden público creado por la falta de carne, ¿no había quedado definitivamente zanjado? Que la población fuera ocultándose progresivamente nada tenía que ver con el aspecto central de la cosa, y sólo era un colofón que no alteraba en modo alguno la firme voluntad de aquella gente de procurarse el precioso alimento. ¿Era, por ventura, dicho colofón el precio que exigía la carne de cada uno? Pero sería miserable hacer más preguntas inoportunas, y aquel prudente pueblo estaba muy bien alimentado.

De «Cuentos fríos»

Propuesta de taller (agosto)


La consigna se centrará, esta vez, en elaborar un relato a partir de una descripción. Es decir, que en el proceso de escritura, empezaremos por «dibujar» al personaje; el conflicto aparecerá después.

Dos notas previas:
  • No es necesario que esa descripción permanezca luego al inicio del relato: en la versión que envíen, podrán ubicarla donde mejor convenga al texto. Pero sí es importante intentar que la historia les surja en la cabeza «desprendida» de esa descripción que hayan trabajado.
  • Como se avecinan las vacaciones, el plazo para presentar los textos, esta vez, vencerá el primer martes de septiembre.

Para pensar algunas cuestiones de la descripción, veamos la que hace García Márquez de la pareja protagonista de «El rastro de tu sangre en la nieve»:

Nena Daconte era casi una niña, con unos ojos de pájaro feliz y una piel de melaza que todavía irradiaba la resolana del Caribe en el lúgubre anochecer de enero, y estaba arropada hasta el cuello con un abrigo de nucas de visón que no podía comprarse con el sueldo de un año de toda la guarnición fronteriza. Billy Sánchez de Ávila, su marido, que conducía el coche, era un año menor que ella, y casi tan bello, y llevaba una chaqueta de cuadros escoceses y una gorra de pelotero. Al contrario de su esposa, era alto y atlético y tenía las mandíbulas de hierro de los matones tímidos. Pero lo que revelaba mejor la condición de ambos era el automóvil platinado, cuyo interior exhalaba un aliento de bestia viva, como no se había visto otro por aquella frontera de pobres.

Como vemos, lo novedoso del cuadro es la mirada, la acertada forma en que elige los adjetivos, la preocupación por evitar tópicos o generalizaciones que sólo dejan un horizonte brumoso frente al lector.
Decir de un personaje que es «alto y atlético», por ejemplo, no es suficiente: nos permite solamente advertir un concepto muy general de un tipo de persona, pero no a la persona. Al hablar de las «mandíbulas de hierro de los matones tímidos», de su chaqueta de cuadros escoceses, de su gorra, o al describir su coche, en cambio, vemos a Billy en su singularidad.

Y qué lejos están los ojos «de pájaro feliz» de Nena, de cualquier «mirada inocente» o los «ojos puros», de las «cálidas sonrisas», las «bien torneadas piernas», o cualquier otra generalidad gaseosa —construcciones abstractas, llenas de aire, como «bello rostro», «hermoso cabello», etc., que dicen mucho más de la pobreza imaginativa del autor que del personaje—. Buscar imágenes poderosas y nítidas, que den cuenta de detalles que se formen de inmediato en la mente del lector y alejarse de los tópicos como de los piojos es nuestra principal consigna.

La descripción es la representación de la imagen que percibimos a través de las palabras. Es un dibujo que supuestamente procura ser fiel a la realidad y que logra su cometido cuando construye frente a los ojos del lector una imagen potente, sin la obstrucción de lo abstracto. Un dibujo que no sólo recrea lo que vemos, sino todo lo que experimentamos a través de nuestros cinco sentidos.

La buena descripción es una poderosa arma persuasiva, pues el narrador elige los elementos que desea destacar y difumina aquellos que no le interesan o que le interesan menos. Es decir, es el narrador quien jerarquiza los elementos visuales y decide qué es lo que el lector verá a través de su descripción.


domingo, 12 de julio de 2009

Enigma


¿Quiénes son capaces de tener los ojos abiertos de par en par?
  1. Mi tía Enriqueta, la miope.
  2. Todos tus amigos del Facebook, especialmente si no son tuertos.
  3. Las arañas y algún que otro extraterrestre.

La respuesta, ya sabés dónde.
Respuesta: la número tres, ofcórs. A algún lúcido desconocido se le habrá ocurrido comparar nuestros ojos con ventanas y los párpados con persianas o visillos y, como nos gustó tanto, los demás repetimos la frasesita: "Me miró con los ojos abiertos de par en par". Pero, voto a bríos, ¿cuántos pares de ojos tenemos, generalmente, los humanos?

miércoles, 8 de julio de 2009

Escritura limitada: todos somos hijos de OuLiPo


Opuesta a la idea de que la literatura surge a partir de encuentros fugaces y privilegiados con las musas, la concepción de “productividad” de la lengua sugiere que las palabras encierran en sí el potencial de evocar otras. La irrupción de la propia escritura no está propiciada por ninguna inspiración divina, sino que podemos provocarla.
Se sabe, al menos desde Mallarmé, que el lenguaje puede y debe ser tratado como un objeto en sí, considerado en su aspecto material: entonces se nos revela como un sistema complejo, en cuyo interior se evidencian diversos elementos cuyas combinaciones producen palabras, frases, versos, párrafos o capítulos.

Sabemos también que, bajo esta y otras premisas relacionadas, nació en Francia el grupo OuLiPo, (Obrador de Literatura Potencial), abocado a las exploraciones literarias y alejado de corrientes de vanguardia dogmáticas. “Hay que afirmar”, proclama Raymond Queneau, “que el poeta jamás recibe la visita de las musas (...). Jamás es visitado por la inspiración porque él vive en la inspiración, porque las fuerzas de la poesía están siempre a su disposición, sujetas a su voluntad, sometidas a la actividad que le es propia”. Los oulipianos, escritores y matemáticos, promueven una creación literaria basada en técnicas de la escritura limitada y en el desafío a la autoridad del azar. Sobre este punto, Claude Berges emitió una sentencia vigorosa: “El Oulipo es el anti-azar”. “En el corazón del proyecto oulipiano”, agregará Bénabou, uno de los primeros miembros del grupo y custodio de sus archivos, “gobierna el principio de la restricción”, es decir, imposiciones forzadas que limitan el lenguaje y al mismo tiempo invitan a la creatividad: escribir sin usar palabras que incluyan determinada vocal o empleando otras que aparezcan en el texto en orden alfabético; construcción de anagramas, cronogramas, palíndromos, etc.

Resulta curioso que ninguno de los detractores del grupo apostara por la idea de una poética no apoyada en reglas más o menos rigurosas, aunque tildaron de “niñerías” las restricciones voluntariamente asumidas como motor de creación. No obstante, la práctica del Oulipo refutó, precisamente, la concepción de una frontera arbitraria entre regla lingüística y la autorrestricción.

La restricción, en este contexto, opera apartando al sistema del lenguaje de su funcionamiento rutinario y forzándolo a que confiese sus recursos ocultos. El mecanismo se explica con bastante sencillez: la elección de una limitación lingüística o semántica fuerte permite soslayar o ignorar todas las demás restricciones que escapan más fácilmente a nuestro control. Los obstáculos que uno crea al jugar, por ejemplo, con la naturaleza, el orden o el número de letras, sílabas o palabras, adquieren entonces su verdadero sentido: la exploración de potencialidades. En lugar de bloquear la imaginación, estas exigencias arbitrarias la despiertan, permitiendo ignorar (o, al menos, poner entre paréntesis) otras restricciones que no liberan al lenguaje, como las frases tópicas: ¿no es acaso el poder de la lengua la que nos fuerza a economizar, utilizando expresiones manidas, de bordes romos, útiles para transmitir rápidamente una información, pero que no conmueven ni al oyente ni al emisor?
“La restricción es ante todo una palanca para el lenguaje; la escritura sin restricción esta llena de costumbres y las restricciones ayudan a evitarlas”, decía Hervé le Teiller.

Adhiriendo a los principios de OuLiPo, surge en Argentina el grupo Grafein a principios de los setenta, a partir de la idea de un grupo de alumnos de la cátedra Literatura Iberoamericana (Facultad de Filosofía y Letras, UBA) que dictaba el Prof. Noé Jitrik. Esta experiencia dio origen a los talleres de escritura, que comenzaron a trabajar a partir de consignas planteadas como un obstáculo, un desafío y un disparador. Muy gráficamente, hablaban de tales consignas como “valla y a la vez trampolín”: un pre-texto, que antecede al texto y funciona al mismo tiempo como excusa para crearlo. Y volvemos a la noción de productividad: la consigna, cuya materia es la palabra, es capaz de generar otras. En el mismo sentido en que las letras conforman un universo lingüístico, la consigna limita el ámbito –amplísimo, por otra parte– de las propuestas, dentro del limitado universo de un taller. El natural bloqueo o el anodino producto en respuesta al pedido de “Escriban qué hicieron en las vacaciones” se ve reemplazado así por textos genuinos, vigorosos, creativos.

Una reflexión de Bénabou acerca de otro oulipiano, George Perec, resulta particularmente iluminadora. Dice, hablando del genial autor de El secuestro: “Por un lado, las restricciones le permitían ejercer su gusto por el juego y exhibir su extraordinario virtuosismo verbal. Pero hay otro nivel, más profundo: Perec logró aliar de modo magistral este tipo de escritura con la autobiografía. Las restricciones le permitieron expresar todo lo que no podía decir de manera directa. Su interés constante por ciertos procedimientos (los lipogramas, los alfabetos restringidos) debe vincularse estrechamente con la experiencia de la pérdida”. Se refería, como es sabido, a que Perec fue un huérfano del Holocausto judío.
Pero ocurre que, en alguna medida, todos somos huérfanos. Cada uno de nosotros ha sufrido la pérdida de la libre elección, en tanto seres atravesados por una lengua que nos obliga a determinada sintaxis, que nos sujeta con determinada y férrea gramática; todos nos vemos sometidos a la presión de la censura (de cuyas formas, la corrección política no es la peor sino sólo la más denostada).
De ahí que las constricciones lúdicas y aceptadas voluntariamente —por ejemplo, la de la consigna para esta quincena del taller, que aparece en la entrada anterior— pueden constituir una forma de libertad.

martes, 7 de julio de 2009

Propuesta de taller (julio)


A partir de esta semana y quincenalmente, publicaré aquí consignas de escritura creativa. Se trata de propuestas lúdicas de probada eficacia para potenciar nuestros textos, liberándolos de algunas de las ataduras que habitualmente los limitan.
Estas consignas serán de libre acceso para cualquier visitante del blog, que, si lo desea, podrá enviar su respuesta a mi correo y recibir mi comentario y sugerencias de corrección, de modo gratuito y sin compromiso.
En la siguiente entrada encontrarán el sustento teórico para la consigna de la quincena.

Están todos invitados. Pasen y pónganse cómodos, señores, que vamos a divertirnos.

La primera idea es escribir un relato que contenga las siguientes palabras: "clavo", "armario", "chal", "mordisco", "lino", "portátil", "fantasmal" y "horizonte".
Estas palabras deberán aparecer en el texto siguiendo estrictamente este orden, separadas entre sí por dos oraciones como mínimo.
La extensión del relato será de hasta dos folios (interlineado simple, fuente 12) y el plazo de para presentarlo vencerá el martes 21/7.
Les pido a todos, alumnos o no, que hasta ese día envíen sus relatos como adjuntos a mi correo: gratexto@gmail.com.

Ahora, a remangarse, gente, y disfrutar.

Atención: el acceso a los relatos de los alumnos se restringirá a los compañeros del taller.

Yo colgaré aquí los de los participantes del taller (si es que consigo entenderme con la configuración del blog para que no los haga públicos más que a ellos mismos; si no, abriremos otro blog exclusivo para esos textos). En ambos casos, podemos pensar en la posibilidad de compartir su lectura con otros alumnos de talleres y tutoriales míos online, lo que permitiría que los autores recibieran el aporte de sugerencias y comentarios de quienes deseen brindarlos. Ya me comentarán ustedes su decisión al respecto.

sábado, 4 de julio de 2009

Citas célebres

"Cuando yo digo que soy de madera para la informática...
no miento"

Firmado: Pinocho

Horóscopo para mañana


Aries: No se dé un respiro. Dése unos cuantos, que el día es largo y asfixiarse es malo para la salud.

Tauro: Comparta sus dudas con su pareja: ella nunca tiene suficientes.

Géminis: Hoy el trabajo cobra impulso. No se lo permita: trabaje cualquier otro día, que es gratis.

Cáncer: Su sistema digestivo pide que le preste atención. Préstesela, pero exíjale que le pague intereses con tasa variable, no sea memo.

Leo: No dé la espalda al azar. Dele todo el cuerpo: se lo agarrará de todos modos.

Virgo: Hoy encontrará a su pareja ideal. Cuídela: no vuelva a perderla, que los guardias del supermercado ya están hartos de usted y su despiste.

Libra: Apoye alguna causa humanitaria, pero con suavidad y no sobre un banquito.

Escorpio: En cuanto a la relación con ese antiguo pretendiente, no abrigue esperanzas. Hace demasiado calor y transpirarían.

Sagitario: En asuntos amorosos no dé el brazo a torcer, que el fisio no tiene turno hasta octubre.

Capricornio: En cuestiones profesionales, guarde las distancias. Bien plegadas, así no se le arrugan.

Acuario: Sea prudente: no corte con su pareja. Siempre es más seguro cortar con tijeras.

Piscis: Sufre demasiadas tensiones. Descárguese. Sobre todo, si es usted un buen programa informático.

viernes, 3 de julio de 2009

Gata (X): Por fin, fin


Habían pasado unas tres semanas desde las últimas novedades. Golda continuó en su rincón, yo continué respetando nuestros turnos de tareas y golpeando la puerta antes de entrar al escritorio para darle tiempo a huir de mí. Pero desde hacía dos días que no la veía allí. Ni allí, ni en cualquier otro sitio.
Podía haberse ocultado detrás de otro mueble, dentro de mi ordenador, debajo de una baldosa: sabemos por experiencia que Golda puede ser muy ubicua cuando se le antoja —a diferencia de Dios, que lo es siempre porque no tiene alternativa—.

Sin embargo, concebí la esperanza de que se hubiera escapado por la ventana. Por las dudas, mantuve la puerta cerrada, no fuese que, de tanto concebir, me ocurriera como a la mujer que, por creerse embarazada, tira a la basura los preservativos…

No negaré que también me asaltó el temor de que, burlando su arresto domiciliario, anduviera por algún otro lado de la casa. Y cuando el temor asalta, te desvalija la cabeza. Por eso decidí centrarme y usar el método que tan bien le funciona a House con sus pacientes, y elaboré las siguientes hipótesis:
  • o Golda se había declarado en huelga de hambre o el alimento del escritorio había comenzado a reproducirse por partenogénesis, porque todas las mañanas el cuenco aparecía igual de lleno.
  • o Noche, que tiene su propio plato (en la cocina) se había vuelto bulímica de pronto o estaba haciendo acopio para el invierno, porque su pienso se volatilizaba a un ritmo de vértigo.
  • o Golda se había escapado por la ventana, que generosamente me ocupaba yo de dejarle abierta, o, intentando emular al de Poe, aparecería incrustada adentro de alguna pared.
  • o esa cosa que hace dos días yo había visto salir por la puerta que había olvidado cerrar era Golda, o a Noche se le había inflamado el cuerpo de golpe.

Como la chiquita se había dejado ver inmediatamente después presentando su tamaño habitual, la conclusión era obvia. Ahora sólo quedaba revestir el sillón del living con la sábana impermeable y a mí misma de paciencia.

Pero hoy, 3 de julio a la una y media de la mañana, la vi.
Oí sus pasos bajando por la escalera y, de nuevo, un latigazo oscuro restalló en dirección al salón. La seguí y la busqué hasta dar con ella: estaba detrás del mueble de la tele, hecha un ovillo, como siempre, y como siempre enfocando hacia mi cara sus dos linternas. Al acercarme más, disparó hacia la puerta… pero esta vez yo había tenido la precaución de cerrarla a mi paso.

Juro que me dolió más a mí que a ella cuando, aterrada, corrió y se estrelló contra el cristal de la puerta. Cinco veces, lo intentó. Cinco, se estrelló.
No lo soporté. Pensé que si la dejaba escapar no sólo volvería agradecida a encerrarse sola en el escritorio, sino que el más agradecido de los tres sería mi sillón. Entonces, le abrí la puerta.

Lo aprovechó, pero no para meterse aquí sino para escapar escaleras arriba. El estómago se me anudó a la garganta cuando recordé que los dormitorios se hallaban abiertos.
Fui detrás de ella, sin alcanzar a ver dónde se metía. Primero revisé lo más fácil: el baño. Ahí no hay muebles, así que acabé rápido. Seguí por el cuarto de Joaquín: un vistazo rápido porque las probabilidades eran sólo del cincuenta por ciento. Y el otro cincuenta por ciento me aterraba. No la vi en la habitación del Jota.
Entonces decidí que, a menos que la descubriera y la encerrara de nuevo, a partir de ese momento dormiría en el sofá. De ninguna manera podría acostarme en mi cama pensando que ella posaría sus ojos abiertos en los míos cerrados.

Ya otras veces la había perseguido; otras veces me había jurado descubrir dónde se escondía o sacarla de donde la encontrara. Por eso no daba dos guitas por mis juramentos a estas alturas: nunca cumplo mi palabra si me la doy a mí. “Total”, debe pensar mi cabeza, “¿qué gracia tiene darme a mí misma la palabra, si ya la tenía de antes?”

Pero ahora no era la bronca por un sillón meado: hoy era miedo. Miedo, y miedo no cortado con otras sustancias. Nada más pensar en compartir mi cuarto con Golda, transpiré frío, y cuando la imaginé en el de Joaquín (que por suerte está de vacaciones con el padre) me dio una arcada.
Fui de mi habitación a la del niño como cinco veces, revisando cada vez más a fondo una y otra, hasta que la descubrí: estaba debajo de la cama del Jota, sitio casi impensable puesto que allí hay otra, casi al ras del suelo.

A mi descubrimiento, ella respondió corriendo de una punta a la otra del cuarto. Lamentablemente, en ninguno de sus recorridos descubría la ventana, que yo había abierto de par en par puesto que allí sí hay tejado y no me daba culpa. Tras cada vuelta de rally, regresaba debajo de la cama.

Me senté a pensar, aunque sólo se me ocurría media estrategia: le facilitaría la salida, pero el resto debería hacerlo ella. Con los dos colchones, fabriqué rampas apoyadas en el marco de la ventana; corrí la cama de abajo para controlar sus movimientos y le obturé con una colcha extendida uno de los costados de la otra, para que le quedase el más cercano a la ventana como escapatoria. Golda estaba a un paso de obtener su libertad. Y, sobre todo, la mía.

Pero de nuevo demostró más astucia que yo —y no es que eso sea difícil, tampoco—. En lugar de correr a lo loco por todo el cuarto, se limitó a seguir debajo de la cama, desplazándose tranquilamente apenas unos centímetros cada vez que yo cambiaba de ubicación… después de correr (yo) a lo loco por todo el cuarto.

Pensé en llamar a Éider para formar el tándem que la agilidad de Golda exigía. No me detuvo tanto el hecho de que fueran ya las dos de la mañana, sino que el móvil estuviese en el piso de abajo: no estaba dispuesta a perder de vista de nuevo a la gata. Descarté, por el mismo motivo, telefonear a la Protectora de Animales, a los Bomberos y a la Guardia Civil.

Por último, y con mucho esfuerzo, levanté la cama. Golda salió escopetada hasta el otro extremo de la habitación, metiéndose en una caja de cartón bastante voluminosa, llena de juguetes hasta la mitad. Sin pensar demasiado, lancé una sábana por encima de la caja para cubrirla. Golda no pareció moverse ni hizo ruido alguno, aunque ahora que ya no la veía no podía sentirme segura de que permaneciese dentro de la caja: esa gata había demostrado ser capaz de atravesar incluso un ojal.

En ese momento, con el bicho supuestamente preso y a mi alcance, se vinieron abajo todas mis fuerzas. Sabía que no tendría otra oportunidad como esa para sacarla de casa. Sabía que ya no era capaz de convivir con ella, ni siquiera teniendo en cuenta la baja frecuencia de nuestros encuentros: cuando uno le ve la cara a su propio espanto, ya no puede hacerse el distraído.

Y esa gata había conseguido horrorizarme: me horrorizaba lo sometida que me tenía, siempre pizpeando de costado, nerviosa, a ver si la descubría; la impunidad de sus trastadas; esa mirada fija con que me saeteaba cada vez. Y, para qué nos vamos a engañar, hoy a la madrugada, además, me daban pánico sus uñas y sus dientes aunque nunca, jamás de los jamases, los hubiese visto. O quizá justamente por eso.

Pasé cerca de una hora de pie junto a ella, intentando animarme a meter con suavidad las manos en la caja y, a través de la sábana, agarrarla, envolverla y llevarla afuera.

Pero no podía. Dos imágenes me paralizaban. Una era la de Golda mordiéndome y rasguñándome —Golda no vacunada, Golda tal vez feroz, Golda con motivos para odiarme—. La otra era justamente la contraria: me imaginaba mis manos tocando su inmovilidad aterrada a través de la fina tela, percibiendo sus latidos y, sobre todo, el calor de su cuerpo. Me di cuenta entonces de que la humanidad inventó las armas no sólo porque son más mortíferas que las propias manos, sino porque tocar la piel de tu enemigo impide, a la mayoría de nosotros, hacerle daño luego.

A cada rato acercaba el oído a la sábana, tratando de darme cuenta de si Golda aún estaba adentro de la caja. Al mismo tiempo, pensaba en la Coca Cola de la cocina y la boca se me secaba aun más; recordaba los cigarrillos que habían quedado en el escritorio y las neuronas clamaban por nicotina. También me imaginaba montando guardia junto a la caja hasta que abrieran la Protectora, a las diez de la mañana. Luego me imaginé durmiendo sentada, los brazos apoyados en los bordes de cartón, para evitar que la gata se escapase hasta entonces.

Finalmente, se hizo el click: no intentaría agarrarla sino que, envolviendo toda la caja con la sábana —juguetes y Golda incluidos, en el mejor de los casos— la trasladaría hasta la calle. Me llevó otra media hora atreverme a llevarlo a cabo.

Por fin, temblando ante la idea de que la caja se desfondara, la agarré. Dejé atrás la habitación por la que, dado el desorden, parecían haber pasado los de Gran Hermano. Bajé las escaleras y, como pude, tomé las llaves. En calcetines y tambaleándome bajo el peso, salí al pasillo.

No puedo describir el alivio que sentí entonces. Dejé de lado por un momento el temor de que Golda hubiese salido de la caja una hora antes y disfruté de la idea de encontrarme fuera de mi casa, con ella. Y de que las llaves las tuviera yo.

Bajé hasta la calle, atravesé la verja y deposité con delicadeza la caja en el suelo. Tomé la punta de la sábana, angustiada por la idea de no encontrar más que juguetes, y la alcé.

Ahí estaba Golda, agachada entre un avioncito y el muñeco de Toy Story, mirándome fijo, para variar.
Tal como habíamos inaugurado nuestra relación —con alguien volcando una jaula para que saliese— así la terminamos. Sólo que esta vez no se escapó con rapidez: se dedicó a mirar a uno y otro lado tranquilamente, como decidiendo si agarrar el coche o irse en tren y, sin ninguna prisa, se diluyó en la oscuridad —¡esta vez fuera de casa!—.

Ahora son las seis y cuarto de la mañana: amanece y yo me pasé la noche escribiendo y persiguiendo a una gata.
Sé que lo que hice está mal. Sé que debía haberla llevado a la Protectora. Que mi proceder no fue cívico ni digno de la amante de los animales que soy.
Sólo puedo aducir locura transitoria (de Golda) y legítima defensa (mía).

Gata IX



Bueno, aquí me tienen. Una vez más, incumpliendo firmemente mi palabra con tal de escribir otras. Es que a mi palabra se la lleva el viento. Y los bits.

Habíamos dejado a Golda encerrada en el escritorio, a la espera de la Solución Final, el Juicio Final, la Muela del Juicio, o algo.

Los días pasaron raudos cual Goldas y el Jota se fue a lo del padre, con lo que me vi enfrentada al espantoso dilema: de un lado, las meadas/cagadas de Golda en mis sillones, su curioso intento por inundarme la casa, su maceta asesina y, en general, su carencia absoluta de gracia. Del otro, el pedido de Lau y Mari de aguantarla un poco más, de tenerle paciencia.

¿Qué pesaría más? Golda, por supuesto. Ella pesaría cada vez más porque sigue aquí y come como sobreviviente de Biafra.
Eso sí, como recién ayer acabaron de secarse fundas, tapizados y muelles del sillón, sigue en arresto domiciliario.

He establecido turnos para el uso del escritorio: por la mañana, sólo entro a limpiarle su baño. Después me retiro prudentemente para dejarla disfrutar de su vis a vis con la arena. Al rato, entro a ponerle comida y me voy al bar.
A partir de mi regreso, Golda asume que el cuarto es mío y por lo tanto permanece, torcida e inmóvil, detrás de su armario, horas y horas.

Noche, por su parte, continúa como la anterior a la Navidad: buena. Sigue mamando de mi cuello o de mi brazo cada noche antes de dormirse, con tanta insistencia que temo que me crezca allí algún pezón.
Continúa juguetona, corriendo detrás de mí por toda la casa (a veces, debajo de mí, cuando se cruza demasiado abruptamente con mis zapatos). Sale a recibirme cada vez que llego, sube las escaleras si me oye arriba, entra al baño conmigo... Y por supuesto, también me sigue al escritorio. Allí, con alegría, se zampa parte de la comida de Golda ante sus amarillos ojos, le usa el baño, bebe su leche.

Que la chiquitina entrara al escritorio me daba pavor. Yo me siento de espaldas al armario y no podía cuidar que no se acercase al monstruo. Pero tampoco era capaz de dejarla fuera: se ponía a maullar frente a la puerta cerrada, llamándome. Por fin, respiré hondo y crucé los dedos.

Aquella primera vez, el Jota jugaba a mi lado, yo ya había descruzado los dedos para ponerme a trabajar y Noche recorría la habitación.
De pronto oigo un... ¿cómo describirlo? No fue un fsssss, ni un grrrrr, ni un jjjjjjjjjjj. Fue, más bien, como un jadeo, una hache aspirada, larguita, espasmódica. Como un brote asmático, bah.

Salté de mi asiento gritando: "¡¡¡Nocheeeeeeeeee!!!!". Demoré menos que Spiderman en adherirme a la pared, apoyando la cara, en defensa de mi gatita. Lo cierto es que si la otra hubiera querido manducársela yo no habría podido evitarlo: el brazo no me llega hasta el rincón. Desenfundé mi peor mueca y me asomé.
En la misma esquina de siempre, Golda seguía sentada con la vista al frente, hierática. A sus plantas rendido un león... digo, Noche, a la que a duras penas distinguía porque ambas son oscuras. Y el rincón, más todavía.
Estaba acostadita, inmóvil, pegada a las patas de la otra.
Juro que se me cortó el aliento. Pensé que la había matado de un zarpazo, porque ninguna de las dos se movía aunque yo continuaba llamando a la chiquita, desesperada.
Al cabo de un momento, desde el suelo, levantó la cabecita. Entonces me di cuenta de que se encontraba perfectamente cómoda y en absoluto asustada.

Desde ese día, Noche volvió muchas veces a visitar a su ¿hermanastra?
Golda la recibe con el mismo broncoespasmo, yo vuelvo a gritar, Noche vuelve a acostarse a su lado y a salir un minuto después, indemne. Yo ya consigo no saltar del asiento.

Así fueron sucediéndose los días (pero no los mismos que antes, sino otros nuevos).
¿Creerán ustedes, por ventura, que la prisión autoimpuesta evitó que Golda siguiera cometiendo desmanes? ¿Pensarán ustedes que, al no haber ya sillón, maceta o grifo abierto, se le habían acabado las opciones? Ilusos.

Una mañana, al entrar al escritorio, noto que su baño está prácticamente vacío.
"Chau", me dije, "se suicidó. Muerte accidental por ingesta de arena y mierda".

Pero no. No tuve tanta suerte.
Había acumulado unas pocas piedritas en uno de los bordes del recipiente. Todo el resto, pero todo, todo, todo, se hallaba desparramado por el parquet. Algunas piedras, duras, grandotas, habían llegado a dos o tres metros de su baño.
La imaginé sentada, la noche anterior, apoyando el culo contra la pared del recipiente, lanzando piedritas meadas (y mierda) hacia atrás, con saña, con desesperación, con furia. Y con las patas traseras. Riendo, señores, riéndose de mí.

Sólo el recuerdo de los mails de Lau y Mari contuvieron el gaticidio. Limpié el suelo, sin dejar de decirle todo lo que pensaba de ella.

Mientras tanto, Éider no volvió a interrumpirme el sudoku del desayuno, no. Ahora se decidió por otra franja horaria.
El martes, a las 22:15, después de que se fueran mis alumnos de ese día y de servirle la cena al Jota, me tiré en el sofá para disfrutar del capítulo semanal de "House" (el anteúltimo de la temporada).
Cinco minutos después, tocan el timbre.
Mientras la bailarina se caía, antes aún de que la trasladaran al Princeton-Plainsboro Hospital, una Éider sonriente declaraba que "pasaba por aquí y..."
Se quedó admirando lo bien que comía el Jota su plato de rabas. Después admiró lo mucho que me obedecía al no permitirle comer más que un plátano de postre. Luego, permaneció admirando su independencia para cepillarse los dientes. Más tarde, admiró lo tranquilo que se iba a leer a su cama. Después ya no lo admiró más, pero siguió ocupando mi sofá.

Para cuando se fue, por supuesto, House ya había resuelto el caso.
¡Tus propias imágenes en una Slideshow para MySpace, Facebook, orkut o tu página web!mostrar todos los imagenes de esta slideshow