viernes, 3 de julio de 2009

Gata IX



Bueno, aquí me tienen. Una vez más, incumpliendo firmemente mi palabra con tal de escribir otras. Es que a mi palabra se la lleva el viento. Y los bits.

Habíamos dejado a Golda encerrada en el escritorio, a la espera de la Solución Final, el Juicio Final, la Muela del Juicio, o algo.

Los días pasaron raudos cual Goldas y el Jota se fue a lo del padre, con lo que me vi enfrentada al espantoso dilema: de un lado, las meadas/cagadas de Golda en mis sillones, su curioso intento por inundarme la casa, su maceta asesina y, en general, su carencia absoluta de gracia. Del otro, el pedido de Lau y Mari de aguantarla un poco más, de tenerle paciencia.

¿Qué pesaría más? Golda, por supuesto. Ella pesaría cada vez más porque sigue aquí y come como sobreviviente de Biafra.
Eso sí, como recién ayer acabaron de secarse fundas, tapizados y muelles del sillón, sigue en arresto domiciliario.

He establecido turnos para el uso del escritorio: por la mañana, sólo entro a limpiarle su baño. Después me retiro prudentemente para dejarla disfrutar de su vis a vis con la arena. Al rato, entro a ponerle comida y me voy al bar.
A partir de mi regreso, Golda asume que el cuarto es mío y por lo tanto permanece, torcida e inmóvil, detrás de su armario, horas y horas.

Noche, por su parte, continúa como la anterior a la Navidad: buena. Sigue mamando de mi cuello o de mi brazo cada noche antes de dormirse, con tanta insistencia que temo que me crezca allí algún pezón.
Continúa juguetona, corriendo detrás de mí por toda la casa (a veces, debajo de mí, cuando se cruza demasiado abruptamente con mis zapatos). Sale a recibirme cada vez que llego, sube las escaleras si me oye arriba, entra al baño conmigo... Y por supuesto, también me sigue al escritorio. Allí, con alegría, se zampa parte de la comida de Golda ante sus amarillos ojos, le usa el baño, bebe su leche.

Que la chiquitina entrara al escritorio me daba pavor. Yo me siento de espaldas al armario y no podía cuidar que no se acercase al monstruo. Pero tampoco era capaz de dejarla fuera: se ponía a maullar frente a la puerta cerrada, llamándome. Por fin, respiré hondo y crucé los dedos.

Aquella primera vez, el Jota jugaba a mi lado, yo ya había descruzado los dedos para ponerme a trabajar y Noche recorría la habitación.
De pronto oigo un... ¿cómo describirlo? No fue un fsssss, ni un grrrrr, ni un jjjjjjjjjjj. Fue, más bien, como un jadeo, una hache aspirada, larguita, espasmódica. Como un brote asmático, bah.

Salté de mi asiento gritando: "¡¡¡Nocheeeeeeeeee!!!!". Demoré menos que Spiderman en adherirme a la pared, apoyando la cara, en defensa de mi gatita. Lo cierto es que si la otra hubiera querido manducársela yo no habría podido evitarlo: el brazo no me llega hasta el rincón. Desenfundé mi peor mueca y me asomé.
En la misma esquina de siempre, Golda seguía sentada con la vista al frente, hierática. A sus plantas rendido un león... digo, Noche, a la que a duras penas distinguía porque ambas son oscuras. Y el rincón, más todavía.
Estaba acostadita, inmóvil, pegada a las patas de la otra.
Juro que se me cortó el aliento. Pensé que la había matado de un zarpazo, porque ninguna de las dos se movía aunque yo continuaba llamando a la chiquita, desesperada.
Al cabo de un momento, desde el suelo, levantó la cabecita. Entonces me di cuenta de que se encontraba perfectamente cómoda y en absoluto asustada.

Desde ese día, Noche volvió muchas veces a visitar a su ¿hermanastra?
Golda la recibe con el mismo broncoespasmo, yo vuelvo a gritar, Noche vuelve a acostarse a su lado y a salir un minuto después, indemne. Yo ya consigo no saltar del asiento.

Así fueron sucediéndose los días (pero no los mismos que antes, sino otros nuevos).
¿Creerán ustedes, por ventura, que la prisión autoimpuesta evitó que Golda siguiera cometiendo desmanes? ¿Pensarán ustedes que, al no haber ya sillón, maceta o grifo abierto, se le habían acabado las opciones? Ilusos.

Una mañana, al entrar al escritorio, noto que su baño está prácticamente vacío.
"Chau", me dije, "se suicidó. Muerte accidental por ingesta de arena y mierda".

Pero no. No tuve tanta suerte.
Había acumulado unas pocas piedritas en uno de los bordes del recipiente. Todo el resto, pero todo, todo, todo, se hallaba desparramado por el parquet. Algunas piedras, duras, grandotas, habían llegado a dos o tres metros de su baño.
La imaginé sentada, la noche anterior, apoyando el culo contra la pared del recipiente, lanzando piedritas meadas (y mierda) hacia atrás, con saña, con desesperación, con furia. Y con las patas traseras. Riendo, señores, riéndose de mí.

Sólo el recuerdo de los mails de Lau y Mari contuvieron el gaticidio. Limpié el suelo, sin dejar de decirle todo lo que pensaba de ella.

Mientras tanto, Éider no volvió a interrumpirme el sudoku del desayuno, no. Ahora se decidió por otra franja horaria.
El martes, a las 22:15, después de que se fueran mis alumnos de ese día y de servirle la cena al Jota, me tiré en el sofá para disfrutar del capítulo semanal de "House" (el anteúltimo de la temporada).
Cinco minutos después, tocan el timbre.
Mientras la bailarina se caía, antes aún de que la trasladaran al Princeton-Plainsboro Hospital, una Éider sonriente declaraba que "pasaba por aquí y..."
Se quedó admirando lo bien que comía el Jota su plato de rabas. Después admiró lo mucho que me obedecía al no permitirle comer más que un plátano de postre. Luego, permaneció admirando su independencia para cepillarse los dientes. Más tarde, admiró lo tranquilo que se iba a leer a su cama. Después ya no lo admiró más, pero siguió ocupando mi sofá.

Para cuando se fue, por supuesto, House ya había resuelto el caso.

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