viernes, 3 de julio de 2009

Gata (X): Por fin, fin


Habían pasado unas tres semanas desde las últimas novedades. Golda continuó en su rincón, yo continué respetando nuestros turnos de tareas y golpeando la puerta antes de entrar al escritorio para darle tiempo a huir de mí. Pero desde hacía dos días que no la veía allí. Ni allí, ni en cualquier otro sitio.
Podía haberse ocultado detrás de otro mueble, dentro de mi ordenador, debajo de una baldosa: sabemos por experiencia que Golda puede ser muy ubicua cuando se le antoja —a diferencia de Dios, que lo es siempre porque no tiene alternativa—.

Sin embargo, concebí la esperanza de que se hubiera escapado por la ventana. Por las dudas, mantuve la puerta cerrada, no fuese que, de tanto concebir, me ocurriera como a la mujer que, por creerse embarazada, tira a la basura los preservativos…

No negaré que también me asaltó el temor de que, burlando su arresto domiciliario, anduviera por algún otro lado de la casa. Y cuando el temor asalta, te desvalija la cabeza. Por eso decidí centrarme y usar el método que tan bien le funciona a House con sus pacientes, y elaboré las siguientes hipótesis:
  • o Golda se había declarado en huelga de hambre o el alimento del escritorio había comenzado a reproducirse por partenogénesis, porque todas las mañanas el cuenco aparecía igual de lleno.
  • o Noche, que tiene su propio plato (en la cocina) se había vuelto bulímica de pronto o estaba haciendo acopio para el invierno, porque su pienso se volatilizaba a un ritmo de vértigo.
  • o Golda se había escapado por la ventana, que generosamente me ocupaba yo de dejarle abierta, o, intentando emular al de Poe, aparecería incrustada adentro de alguna pared.
  • o esa cosa que hace dos días yo había visto salir por la puerta que había olvidado cerrar era Golda, o a Noche se le había inflamado el cuerpo de golpe.

Como la chiquita se había dejado ver inmediatamente después presentando su tamaño habitual, la conclusión era obvia. Ahora sólo quedaba revestir el sillón del living con la sábana impermeable y a mí misma de paciencia.

Pero hoy, 3 de julio a la una y media de la mañana, la vi.
Oí sus pasos bajando por la escalera y, de nuevo, un latigazo oscuro restalló en dirección al salón. La seguí y la busqué hasta dar con ella: estaba detrás del mueble de la tele, hecha un ovillo, como siempre, y como siempre enfocando hacia mi cara sus dos linternas. Al acercarme más, disparó hacia la puerta… pero esta vez yo había tenido la precaución de cerrarla a mi paso.

Juro que me dolió más a mí que a ella cuando, aterrada, corrió y se estrelló contra el cristal de la puerta. Cinco veces, lo intentó. Cinco, se estrelló.
No lo soporté. Pensé que si la dejaba escapar no sólo volvería agradecida a encerrarse sola en el escritorio, sino que el más agradecido de los tres sería mi sillón. Entonces, le abrí la puerta.

Lo aprovechó, pero no para meterse aquí sino para escapar escaleras arriba. El estómago se me anudó a la garganta cuando recordé que los dormitorios se hallaban abiertos.
Fui detrás de ella, sin alcanzar a ver dónde se metía. Primero revisé lo más fácil: el baño. Ahí no hay muebles, así que acabé rápido. Seguí por el cuarto de Joaquín: un vistazo rápido porque las probabilidades eran sólo del cincuenta por ciento. Y el otro cincuenta por ciento me aterraba. No la vi en la habitación del Jota.
Entonces decidí que, a menos que la descubriera y la encerrara de nuevo, a partir de ese momento dormiría en el sofá. De ninguna manera podría acostarme en mi cama pensando que ella posaría sus ojos abiertos en los míos cerrados.

Ya otras veces la había perseguido; otras veces me había jurado descubrir dónde se escondía o sacarla de donde la encontrara. Por eso no daba dos guitas por mis juramentos a estas alturas: nunca cumplo mi palabra si me la doy a mí. “Total”, debe pensar mi cabeza, “¿qué gracia tiene darme a mí misma la palabra, si ya la tenía de antes?”

Pero ahora no era la bronca por un sillón meado: hoy era miedo. Miedo, y miedo no cortado con otras sustancias. Nada más pensar en compartir mi cuarto con Golda, transpiré frío, y cuando la imaginé en el de Joaquín (que por suerte está de vacaciones con el padre) me dio una arcada.
Fui de mi habitación a la del niño como cinco veces, revisando cada vez más a fondo una y otra, hasta que la descubrí: estaba debajo de la cama del Jota, sitio casi impensable puesto que allí hay otra, casi al ras del suelo.

A mi descubrimiento, ella respondió corriendo de una punta a la otra del cuarto. Lamentablemente, en ninguno de sus recorridos descubría la ventana, que yo había abierto de par en par puesto que allí sí hay tejado y no me daba culpa. Tras cada vuelta de rally, regresaba debajo de la cama.

Me senté a pensar, aunque sólo se me ocurría media estrategia: le facilitaría la salida, pero el resto debería hacerlo ella. Con los dos colchones, fabriqué rampas apoyadas en el marco de la ventana; corrí la cama de abajo para controlar sus movimientos y le obturé con una colcha extendida uno de los costados de la otra, para que le quedase el más cercano a la ventana como escapatoria. Golda estaba a un paso de obtener su libertad. Y, sobre todo, la mía.

Pero de nuevo demostró más astucia que yo —y no es que eso sea difícil, tampoco—. En lugar de correr a lo loco por todo el cuarto, se limitó a seguir debajo de la cama, desplazándose tranquilamente apenas unos centímetros cada vez que yo cambiaba de ubicación… después de correr (yo) a lo loco por todo el cuarto.

Pensé en llamar a Éider para formar el tándem que la agilidad de Golda exigía. No me detuvo tanto el hecho de que fueran ya las dos de la mañana, sino que el móvil estuviese en el piso de abajo: no estaba dispuesta a perder de vista de nuevo a la gata. Descarté, por el mismo motivo, telefonear a la Protectora de Animales, a los Bomberos y a la Guardia Civil.

Por último, y con mucho esfuerzo, levanté la cama. Golda salió escopetada hasta el otro extremo de la habitación, metiéndose en una caja de cartón bastante voluminosa, llena de juguetes hasta la mitad. Sin pensar demasiado, lancé una sábana por encima de la caja para cubrirla. Golda no pareció moverse ni hizo ruido alguno, aunque ahora que ya no la veía no podía sentirme segura de que permaneciese dentro de la caja: esa gata había demostrado ser capaz de atravesar incluso un ojal.

En ese momento, con el bicho supuestamente preso y a mi alcance, se vinieron abajo todas mis fuerzas. Sabía que no tendría otra oportunidad como esa para sacarla de casa. Sabía que ya no era capaz de convivir con ella, ni siquiera teniendo en cuenta la baja frecuencia de nuestros encuentros: cuando uno le ve la cara a su propio espanto, ya no puede hacerse el distraído.

Y esa gata había conseguido horrorizarme: me horrorizaba lo sometida que me tenía, siempre pizpeando de costado, nerviosa, a ver si la descubría; la impunidad de sus trastadas; esa mirada fija con que me saeteaba cada vez. Y, para qué nos vamos a engañar, hoy a la madrugada, además, me daban pánico sus uñas y sus dientes aunque nunca, jamás de los jamases, los hubiese visto. O quizá justamente por eso.

Pasé cerca de una hora de pie junto a ella, intentando animarme a meter con suavidad las manos en la caja y, a través de la sábana, agarrarla, envolverla y llevarla afuera.

Pero no podía. Dos imágenes me paralizaban. Una era la de Golda mordiéndome y rasguñándome —Golda no vacunada, Golda tal vez feroz, Golda con motivos para odiarme—. La otra era justamente la contraria: me imaginaba mis manos tocando su inmovilidad aterrada a través de la fina tela, percibiendo sus latidos y, sobre todo, el calor de su cuerpo. Me di cuenta entonces de que la humanidad inventó las armas no sólo porque son más mortíferas que las propias manos, sino porque tocar la piel de tu enemigo impide, a la mayoría de nosotros, hacerle daño luego.

A cada rato acercaba el oído a la sábana, tratando de darme cuenta de si Golda aún estaba adentro de la caja. Al mismo tiempo, pensaba en la Coca Cola de la cocina y la boca se me secaba aun más; recordaba los cigarrillos que habían quedado en el escritorio y las neuronas clamaban por nicotina. También me imaginaba montando guardia junto a la caja hasta que abrieran la Protectora, a las diez de la mañana. Luego me imaginé durmiendo sentada, los brazos apoyados en los bordes de cartón, para evitar que la gata se escapase hasta entonces.

Finalmente, se hizo el click: no intentaría agarrarla sino que, envolviendo toda la caja con la sábana —juguetes y Golda incluidos, en el mejor de los casos— la trasladaría hasta la calle. Me llevó otra media hora atreverme a llevarlo a cabo.

Por fin, temblando ante la idea de que la caja se desfondara, la agarré. Dejé atrás la habitación por la que, dado el desorden, parecían haber pasado los de Gran Hermano. Bajé las escaleras y, como pude, tomé las llaves. En calcetines y tambaleándome bajo el peso, salí al pasillo.

No puedo describir el alivio que sentí entonces. Dejé de lado por un momento el temor de que Golda hubiese salido de la caja una hora antes y disfruté de la idea de encontrarme fuera de mi casa, con ella. Y de que las llaves las tuviera yo.

Bajé hasta la calle, atravesé la verja y deposité con delicadeza la caja en el suelo. Tomé la punta de la sábana, angustiada por la idea de no encontrar más que juguetes, y la alcé.

Ahí estaba Golda, agachada entre un avioncito y el muñeco de Toy Story, mirándome fijo, para variar.
Tal como habíamos inaugurado nuestra relación —con alguien volcando una jaula para que saliese— así la terminamos. Sólo que esta vez no se escapó con rapidez: se dedicó a mirar a uno y otro lado tranquilamente, como decidiendo si agarrar el coche o irse en tren y, sin ninguna prisa, se diluyó en la oscuridad —¡esta vez fuera de casa!—.

Ahora son las seis y cuarto de la mañana: amanece y yo me pasé la noche escribiendo y persiguiendo a una gata.
Sé que lo que hice está mal. Sé que debía haberla llevado a la Protectora. Que mi proceder no fue cívico ni digno de la amante de los animales que soy.
Sólo puedo aducir locura transitoria (de Golda) y legítima defensa (mía).

5 comentarios:

  1. Que pena. Porque si no te has dado cuenta, Golda era una gata literata. De normal, una gata tiene poco cuento. Da pa un poema cursi de solterona entrada en años. Que si juega con el ovillito, que si ronronea, que si se mete en la estufa...poco más. Pero una gata arisca, escurridiza como una cobra y de ojos ardientes como tizones, esa si, esa dió pa mucha literatura. Pero...creo que la calle le va a sentar bien. Los gatos callejeros salen de noche, duermen de día, recelan de todo y no tienen amigos.¿hablo de un gato o de alguien que conozco?...Chao, buen día Gra.

    ResponderEliminar
  2. Ya decía yo que ese "Edgar Poe" era un seudónimo de mi tátaratataratía segunda...
    Gracias de nuevo!

    ResponderEliminar
  3. Me siento como Golda, me apretan los barrotes, me apetece desaparecer en la oscuridad... Que pena no haberla conocido. Quizá me la encuentre una noche de estas, yo clamando cerveza en la barra de un bar, ella aullando a la luna en el callejón. Nos llevaríamos bien, siempre que no nos encontráramos.

    ResponderEliminar
  4. Para llevarte bien bastaría con que la metieras en tu casa: ahí sí que no la encontrarías. Fuera de eso, no garantizo nada...

    Gra

    ResponderEliminar
  5. Oh, vaya! Es una pena que una gatita tan avispada para saber donde esconderse de día y bajar por unas escaleras de noche en busca de su nueva casa termine tirada (o basculada) en una calle que desconoce.

    Lo siento por todas las Goldas que existieron y siguen existiendo.

    ResponderEliminar

¡Tus propias imágenes en una Slideshow para MySpace, Facebook, orkut o tu página web!mostrar todos los imagenes de esta slideshow