Nuestro regreso a España desde Argentina fue angustiante, azaroso y, sobre todo, en cuotas.
El 24 de agosto, fecha marcada para la vuelta, tomamos un remise desde la casa de Caro para arribar a Ezeiza con algo parecido al alivio: por primera vez en la vida no corría peligro de perder un vuelo por llegar en el último minuto. Con lo que siguió, se demostraría que no solo la calma puede preceder a una tormenta. También puede precederla un viaje en remise desde lo de Caro.
Comenzamos el trámite para embarcar. La empleada revisa nuestra documentación, despacha una de las maletas, vuelve a revisar la documentación, se pone de pie, se aleja, habla con alguien, regresa. Por fin, me anuncia que no se nos permite abordar el vuelo. Mejor dicho, a mí sí, pero no a Joaquín, cuyo permiso de residencia está en trámite desde que a Extranjería no le da la gana remitirnos la resolución favorable (prácticamente automática en su condición de hijo de una residente regular). La empleada, primero, y la Gran Jefa de Tráfico de Aerolíneas Argentinas, después, nos explican que si no puedo acreditar que Joaquín tiene otorgado el permiso de residencia, no reside allí, en realidad. Y si no vive allí, tampoco puede visitar España sin un pasaje de regreso. Y que no sirve la sentencia que me otorga su guardia y custodia agregada a mi propio permiso de residencia; no sirve su tarjeta ciudadana de Gijón ni su certificado de escolaridad ni su acento asturiano, apenas morigerado por dos meses de estadía en Buenos Aires. "Según los papeles que usted aporta, este chico podría estar residiendo en China, señora", "Si es un ilegal, no podemos llevarlo", "No tiene permiso de residencia, así que no tiene residencia, señora,
entiendaló"...
La Gran Jefa sugiere, entonces, que compremos en ese mismo acto (acto primero de aquella farsa) un pasaje de retorno para el Jota, cuyo importe nos devolverían casi íntegramente: Cagolíneas Argentinas tendría la gentileza de quedarse exclusivamente con una propinita de 150 euros. Eso, en caso de que consiguiéramos atravesar Barajas hacia el lado de adentro de España, porque en caso contrario ese pasaje serviría para deportar a Joaquín. Extraña perversidad, esta, que le hace pagar a la familia, y por anticipado, la eventual deportación de su niño.
Claro que si se le deniega a Joaquín la entrada a España, yo deberé acompañarlo de regreso a Buenos Aires: de otro modo y en tanto menor de edad, una vez aterrizado no lo autorizarían a salir de Ezeiza. Por un momento, imaginé a un chico viviendo y creciendo dentro de aviones Jumbo --haciendo deberes sobre la mesita retráctil, cenando carne de plástico cada noche, haciendo deporte: caminatas por pasillos de avión y mangas de aeropuertos--. El niño rebotaría, así, entre Barajas y Ezeiza, en una partida de ping pong que solo finalizaría a sus 18 años. Otra metáfora, una del divorcio conflictivo.
Vuelvo a la realidad, y me declaro dispuesta a abonar aquel segundo pasaje. Aunque, bien mirado --dice la Gran Jefa-- si, en el peor de los casos, yo debiera volver con Joaquín a Buenos Aires, necesitaría a mi vez un billete Barajas-Ezeiza, Ezeiza-Barajas, lo que no coincidiría con el del chico... Entonces se le ocurre otra alternativa: en vez de que volemos aquella noche, que retornemos a Buenos Aires, pasemos la noche allí y, a la mañana siguiente, que consultemos en el Consulado español (o consulemos en el Consultado español). Esta opción nos parece caída del cielo: a los funcionarios les bastaría apretar dos teclas en un ordenador, el de Extranjería o el del Ministerio del Interior, para aclarar el embrollo. Aceptamos agradecidos, recuperamos la maleta despachada, pagamos un nuevo remise en dirección contraria y, un vez más, viajamos una hora y media hasta la casa de Caro. (Humitas, tarta de calabaza y queso y helado nos esperan allí: mi hija sabe cómo endulzar las experiencias más amargas... La comida es excelente, exquisita, excelsa: no alcanzan las equis para describirla).
A la mañana, un empleado del Consulado, parapetado detrás de unas rejas, me dice que nanay, que no movería un dedo por mí, que si fui "ilegal a España llevando a un hijo ilegal" no tengo ahora derecho a nada. En síntesis, y traducido a palabras inteligibles, que me vaya a la Concepción de mi madre.
Tras aquella negativa, me resigno a comprar el pasaje de regreso para el Jota y a arriesgarnos en Barajas. Llamo entonces al call center de Putalíneas Argentinas para reprogramar los billetes que no usamos ayer, y una amable operadora me pregunta si prefiero viajar el 10 de setiembre por la mañana o por la tarde, ya que no disponen de plazas antes de esa fecha. Al solicitarle un segundito para infartarme en silencio, me corta la llamada. Media hora y otro llamado después, esta vez a la Gran Jefa de Tráfico (quien me pasa con el Gran Jefe de Ventas), obtengo mis pasajes para esta misma noche, 25 de agosto, y el de vuelta para el niño, abierto por tres meses (el pasaje, claro. El niño seguía cerrado).
Cuánta capacidad tienen las horas. No hay límite para la bronca y la angustia y la impotencia y la tristeza y la ansiedad y la incertidumbre que pueden contener. Ahorro la descripción de lo que contuvieron las doce que duró el vuelo: el sueño, ausente del todo, dejó espacio para todas ellas.
En Barajas, tras un vistazo a los papeles de Joaquín y otro al ordenador, además de una abúlica pregunta ("Es su hijo, ¿no?"), me indicaron que podía pasar. Todo el trámite demoró unos siete segundos.
Sin embargo, en la ventanilla de al lado, una preciosa argentina veinteañera de larguísimas piernas, piel bronceada y voz suave era conducida a una oficina
delladodeallá por no contar con carta de invitación de ningún español. Ella tenía, como Joaquín, pasaje de vuelta a Buenos Aires, pero ¿cómo se le ocurría hacer turismo por España sin que la invitasen? ¿Con qué derecho quería conocer el país? ¿Qué se había creído? ¿Que bastaba un pasaporte? El aeropuerto de Barajas debe ser el único rincón de España no anoticiado de la crisis europea, de los años transcurridos desde el corralito argentino o de los cambios de nuestros gobiernos. Y, como es habitual en los no anoticiados, teme a fantasmas inexistentes mientras ignora a aquellos que sí le van a amargar la noche.
Por nuestra parte --nunca sabré qué fue de la parte de aquella veinteañera-- la historia pasó de comedieta y peli de terror a thriller de acción: como en Barajas nos llevó tiempo anular el pasaje de retorno del Jota, debimos correr, jadeantes, a lo largo de dos líneas de metro para alcanzar el tren que iba a traernos a Gijón. Perdimos el tren por cinco minutos y debimos alquilar un coche. Manteniendo los ojos abiertos muy en contra de su voluntad, conduje hasta León, de camino entre Madrid y Asturias, a la casa de nuestra amiga Ana, donde pernoctamos. Este, junto con el mencionado recibimiento de Caro tras nuestra segunda llegada a Buenos Aires, constituyó el único capítulo agradable del viaje, aquel cuya lectura uno lamenta que acabe y al que desearía volver cada tanto.
Al día siguiente, ya dentro del coche alquilado, confirmé que las autovías españolas son geniales, excepto para girar en sentido inverso cuando uno se equivoca (otra metáfora, esta vez de la vida: cuando cometés un error jamás podés simplemente dar vuelta y retomar donde lo habías dejado). Me perdí, sí, y en lugar de llegar en hora y media a Asturias, me tomó tres aparecer por Galicia. Ojo: no tengo nada en contra de Galicia. Los paisajes son parecidos a los de Asturias, el pescado que se come allí es el mejor del mundo y para los porteños es un sitio tan familiar como la Avenida de Mayo. Su única falencia es no tenerme a mí empadronada en ella, algo de lo que no puedo culparla.
Llegamos a casa como a las once de la noche (de alguna noche, no me pregunten cuál). El piso estaba lleno de polvo y hollín porque quien lo cuidó en mi ausencia había decidido, dos meses atrás, que era mejor airearlo; algunas plantas se habían muerto de sequedad, otras por riego excesivo y otras a causa de la cochina cochinilla (ese blanco, pegajoso y prolífico parásito que tanto se encariña con ciertas macetas). Pero aparte de eso, gracias a Dios, la vida pasa felizmente si hay amor. Además, limpiar y poner orden son de lo mejorcito que se ha inventado para no recordar a cada rato que la familia nos queda de nuevo tan lejos.
No sé si contesto a la gentil pregunta que muchos de mis amigos y familiares me han hecho de: "¿Cómo llegaron?". Si no es así, y si se atreven, vuelvan a preguntar. O llamen a nuestro Centro de Atención al Cliente, que con gusto responderá a todas vuestras inquietudes, o al de cualquier aerolínea que ofrezca vuelos a España desde Argentina: no se les aquietará el espíritu, pero sí la carne, porque se la dejará atada a un asiento de avión, inmóvil, impotente, acopiando durante medio día la energía justa para no trastabillar cuando toque caminar hacia una ventanilla de la que uno se acordará para siempre.
(Otrosidigo: al cuerno la ventanilla. Ella queda aquí, en esta misma entrada del blog. Mi memoria se reserva el derecho de admisión, y escoge, en lugar de ella, a la pancita incipiente de la Caroleta, el abrazo de Mari, la risa de Carlos y Vivi, el aroma del café en Buenos Aires, el color de las pinturas de Xul Solar, el monumento a un sueco en Palermo, el empedrado de la Recoleta, las charlas con Virginia, el guiño reencontrado de mis compañera del secundario, la pizza con Adri, Dina y sus mimos, la música de Dos Acordes en el Konex, los libros de Corrientes y tanto, tantísimo más. ¿Quién necesita ventanillas, teniendo tanto detrás de los ojos para mirar una y otra vez?)