miércoles, 29 de julio de 2009

La descripción: observación y selección



«La descripción literaria y el inventario notarial: la falta de inventiva», por Julio Casares

El crítico literario Julio Casares hace aquí una descripción cómica de la hipérbole descriptiva en ciertas obras del autor «Azorín». La necesidad de dotes de síntesis a la par que de fantasía imaginativa se hace evidente para la creación de obras emocionantes y realistas.

Vamos a hablar ahora de algo que constituye el fondo de la literatura, de lo que distingue a los buenos escritores de los malos, de la «piedra de toque del talento», la descripción.
«Azorín», limitando el procedimiento a la pintura de la Naturaleza, dice que «lo que da la medida de un artista es su sentimiento de la naturaleza, del paisaje. Un escritor será, tanto más artista cuanto mejor sepa interpretar la emoción del paisaje: «Para mí, el paisaje es el más alto grado del arte literario».

Veamos, pues, según este criterio, cuáles son las dotes artísticas de Azorín, y comencemos a analizar desde ahora su personalidad y su fisonomía espiritual, como hemos analizado, hasta aquí, el aspecto técnico y material de su estilo. Para ello, y ciñéndonos al asunto de este capítulo, consideraremos al escritor colocado frente al mundo, en dos momentos del proceso descriptivo: el de observación y el de selección.

No todo el mundo puede observarlo todo. Guyau dice que nuestros ojos tienen luz propia y que sólo ven lo que iluminan con su misma claridad. Yo añadiría que esta luz que proyectan los ojos es un reflejo de nuestra Conciencia, y que es indispensable que armonice el estado de ánimo con el paisaje exterior para que surja la emoción de la naturaleza. Un espíritu apacible y resignado, que no haya padecido la violencia de los grandes conflictos interiores, no puede sentir el espectáculo de los elementos enfurecidos, no puede vivirlo, no puede identificarse con las borrascas, ni con las tormentas, ni con los huracanes. Un espíritu angustiado y pesimista pasará por el mundo sin entender ni interpretar la alegría del universo.
Ved a «Azorín» con la «preocupación por la corriente inexorable de las cosas», «esta idea —dice en las Confesiones— es la idea fundamental mi vida..., a ella le debo este ansia inexplicable, este apresuramiento por algo que no conozco, esta febrilidad, este desasosiego, esta preocupación tremenda y abrumadora por el interminable sucederse de las cosas a través de los tiempos.»

Pasa su juventud en el Levante luminoso y recorre por la Mancha una ruta consagrada por el más generoso idealista de todos los tiempos; va auscultando los pueblos de Castilla para sorprender los latidos de la raza; se recrea en los balnearios y playas del Cantábrico... Llanuras desoladas, calles desiertas, jardines con cipreses fúnebres, perros hambrientos y vagabundos, señoritas lugareñas que pasean su incurable tristeza romántica por los andenes de las estaciones; viejos, muy viejos, con un pie en el sepulcro; viejecitas arrugadas que sólo piensan en la muerte y suspiran desde el amanecer hasta la noche: Señores; negras siluetas de clérigos y beatas... No busca juegos de niños, ni amores de mozos, ni canciones, ni risas, en lo que él pinta no hay fiesta de Patrono, ni romerías, ni pólvora, música, ni bailes... Y es que el discípulo de Montaigne descubre aquellas cosas en que se refleja el pesimismo teísta que él mismo va irradiando. Ponedlo en un caserón destartalado y ruinoso, en una fonda sórdida, en un casino de pueblo, y veréis qué pronto se identifica con la realidad que a la fuerza traslada a sus páginas la emoción del ambiente.

He dicho la emoción del ambiente y no la del paisaje, en un modo con el cual, en dos trazos y cuatro manos, sale tan ricamente del paso. «Y la llanura desolada, yerma, sombría, se aleja, se aleja hasta ser una pincelada imperceptible, de las montañas zarcas... (La voluntad, p. 128.)

«Adentro, en la inmensa profundidad del horizonte, la leve pincelada de la cordillera de Salinas azulea por encima de otra pincelada blanca de la niebla». (idem, p. 137.)

«Madrid se pierde, en lontananza, en una inmensa niebla gris, salteada por las manchas blancas de las fachadas, erizada de cúpulas cenicientas, de chimeneas, rasgada por la larga pincelada negra del Retiro. (idem, p. 150.)

Y aparece la Ribera de Curtidores. Entre las líneas blancas de toldos resalta una oleada negra de cabezas. Al final, en lo alto, un conjunto de tejados rojizos, una chimenea que lanza humo, la llanura gris a trechos verde que se extiende limitada por una larga y tenue pincelada azul...» (idem,180.)

«En lo hondo, sobre la pincelada verde del ramaje resalta la pincelada azul de las montañas...» (Antonio «Azorín», p. 16.)

«A lo lejos resalta el pueblo con sus techumbres negras y las manchas blancas de las fachadas... Una larga pincelada azul de montañas, sobre otra larga pincelada negra de los olivos, limita el horizonte». (idem, p.221).

«ya fuera del pueblo, la llanura ancha, la llanura inmensa, la llanura desesperante se ha extendido ante nuestra vista. En el fondo allá en la línea remota del horizonte aparece una pincelada larga azul».
(La ruta de don Quijote, p. 84.)

Para que vea el lector que no hemos hablado de escenografía a humo de pajas, ahí van algunos telones de muestra:

«detrás, casi imperceptible, el telón senil-azul, semi-blanco, del Derrama nevado». (La voluntad, p. 150.)

«solapadas entre los olmos asoman las casas de la Umbría;.un telón zarco
cierra el horizonte. (Antonio «Azorín», p. 8.)

Ya la llanura va limitándose; el lejano telón azul, grisáceo, violeta de la montaña está más cerca... etc. (La ruta de don… p. 107.)

A las veces se acuerda «Azorín» de que, como decía el Yuste, da la casualidad de que casi siempre que canta un gallo, repiquetean los martillos de una fragua cercana:

«Se oye en el silencio profundo el mido de las herrerías y el canto de algún gallo». (España, p. 138.)

«En la soledad de la calle resonaba el martilleo sonoro. Un gallo cantaba a lo lejos». (Lecturas españolas, p. 40.)

«Llega en el silencio de la mañana en la paz azul de mediodía el cacareo metálico largo de un gallo, el golpear sobre el yunque de una herrería.» (Castilla, p. 84.)

No es que «Azorín» no tenga dotes de observador, que sí las tiene, y muy sobresalientes, como veremos luego. Pero el segundo momento del proceso descriptivo, que he llamado el de selección, es aquel en que el artista, después de observarlo todo y de impregnarse del ambiente, escoge aquel que nos da detalles sugestivos, suscitadores de todo un estado de conciencia, que dan, ellos solos, la sensación total, y que «sólo se hallan instintivamente, por instinto artístico, y no con el trabajo, ni con la lectura de los maestros». La carencia de este instinto, o la falta de la resolución indispensable para prescindir de mil detalles vistos y anotados, y para condensar, en una frase párrafos y aun páginas enteras, es un escollo para muchos escritores y especialmente para los observadores privilegiados como «Azorín», que, con frecuencia caen, por esta causa, en la demasía.

Todo el capítulo II de Antonio «Azorín» está consagrado a la descripción exterior e interior de una casa ; no faltan toques de observación bien enfocados, ni aciertos de expresión, pero todo esto se anega en la descripción:

«La casa se levanta en lo hondo del collado, sobre una ancha calle. Tiene la casa cuatro cuerpos en pintorescos altibajos, el primero es de un solo piso terrero; el segundo de tres, el tercero de dos; el cuarto de otros dos. (Sigue la descripción de los cuerpos.)

«Enfrente de la casa, formando plazoleta, hay tina cochera y ermita. (1) La voluntad, p. 79.

La ermita es pequeña; es de orden clásico. Tiene cuatro altares reales con lienzos; tiene uno central con cuatro columnas jónicas, tiene una imagen; tiene ramos enhiestos; tiene velas blancas; cubrevelas verdes...»

Así durante cuatro páginas, hasta que llegamos al interior, el estudio, donde el procedimiento se agrava. Ya no se trata solamente de las habitaciones y de los muebles y demás enseres, sino de los libros, uno por uno.

«La mesa es ancha y fuerte; tiene un pupitre; sobre el pupitre un tintero cuadrado de, cristal y tres plumas. Reposan en la mesa una gran botella de tinta; un enorme fajo de inmensas cuartillas; un diccionario general de la lengua, otro latino, otro de términos de arte, otro de agricultura, otro geográfico. Hay también un vocabulario de filosofía y otro, de economía política. La mesa es de nogal. Los pies delanteros son ligeras columnillas con capiteles clásicos. Sobre esta mesa yacen libros, grandes libros pequeños, un cuaderno de dibujos de Cavarnl, cartapacios repletos de papeles, números de la Revue Síanche y de la Revue Philosophique, fascículos de un censo electoral, mapas locales y generales. El cajón está repleto de fotografías de monumentos y paisajes españoles; fotografías de cuadros del Museo del Prado, fotografías de periodistas y actores, fotografías pequeñas hechas por Laurent, de tas notabilidades de 1860, daguerreotipos, en sus estuches lindos, de interesantes mujeres de 1850.»

Hago gracia al lector del resto del capítulo. Después de dar hasta el contenido de los cajones, pasamos a la primera pared, a la segunda pared, a la tercera pared, a la cuarta pared, y vamos viendo durante cuatro páginas cada uno de los cuadros y litografías que hay colgadas; qué representan, como son los marcos, qué títulos llevan las vistas fotográficas, cómo son los edificios que aparecen en estas vistas, uno por uno, con sus tejados, sus cúpulas, sus chimeneas...

¿Cómo es posible que un artista tan fino y discreto se haya ofuscado de este modo en esa absurda fórmula literaria? Eso que Zola tiene páginas enteras que son catálogos de huesos, o de legumbres, o de variedades de rosales; pero ni procedimiento como tal es digno de imitación, ni abundan imaginaciones donde para cada objeto surge un raudal de bellísimas y poéticas imágenes.

Por fortuna, «Azorín» supo escapar a tiempo de este peligro que, literariamente, pudo haberle costado la vida. Al paso que adelanta en su jornada, se va acercando al ideal de sobriedad, que es el más adecuado a su temperamento. En Antonio «Azorín» hay un trozo admirable, de intensa fuerza evocadora. El protagonista ha recibido una carta firmada de su infortunado tío Pascual Verdú, y este nombre ha traído a su memoria una escena de su infancia.

«en una sala ancha, un poco oscura, empapelada de papeles a grandes flores rojas, con una sillería verde, con consola sobre la que hay dos hermosos ramos bajo fanales... La sala está húmeda. «Azorín» cree percibir aún la sensación de humedad. En el sofá está sentada una señora que se abanica lentamente, en uno de los sillones laterales está un señor vestido con un traje blanquecino, con un cuello a listitas azules, con un sombrero de jipijapa que tiene una estrecha cinta, negra. Este señor —recuerda Azorín— se yergue, entorna los ojos, extiende los brazos y comienza a declamar unos versos con una modulación rítmica, con inflexiones dulces, que ondulan en arpegios extraños, mezcla de imprecación y de plegaria. Después saca un fino pañuelo de batista, se limpia la frente y sonríe, mientras mi madre mueve suavemente, la cabeza y dice: ¡Qué hermoso, Pascual! ¡Qué hermoso!

Se hace un ligero silencio, durante el cual se oye el ruido del abanico al chocar contra el imperdible del pecho. Y de pronto suena otra vez la voz de este señor del traje claro. Ya no es dulce voz ni los gestos son blandos; ahora la palabra parece un rumor lejano que crece, se ensancha, estalla en una explosión formidable. Y yo veo a este señor de pie con los ojos alzados, con los brazos extendidos, con la cabeza enhiesta. En este momento el sombrero de jipijapa rueda por el suelo; yo me acerco a pasitos, lo cojo y se lo tengo con las dos manos, en tanto que oigo los versos con la boca abierta. (Antonio «Azorín», p. 90.)

No hay un pormenor inútil. Ese «ruido del abanico al chocar contra el imperdible del pecho» caracteriza el breve silencio de la estancia mejor que todas esas alambicadas metafísicas de que el silencio se ha espesado o se ha solidificado. Y obsérvese, de paso, cómo en este pasaje, escrito más de diez años atrás, cuando nuestro autor estaba en el período de los artificios y tranquillos que hemos señalado anteriormente, no hay huella alguna de ellos; lo cual me convence una vez más en que tales artificios son enteramente ajenos al estilo y quedan olvidados tan pronto como el escritor se dedica sinceramente a producir la obra de arte. Algunas, páginas más allá, en el mismo libro de que estamos hablando, vuelve a recaer «Azorín» en la descripción distanciada. Véase un pormenor.

«Lentamente va, virando (un vapor) y enfila la boca del Puerto una larga espuma blanca; en la popa resaltan unas grandes letras doradas: O. JI.R. Broherg Ciobenhun. (p. 151.)

Puesto a anotar letra por letra, el autor debió ser más minucioso. Yo no he visto ese vaporcito; pero, por la bandera que llevaba (una bandera roja partida por una cruz) y por las letras copiadas, reconstituye con toda certeza la palabra Kiobenhavn que es el nombre danés de Copenhague.

¿Qué más nos da que dijese eso u otro? Me explico, este error prueba su falta de fantasía. Tengo el convencimiento de que el escritor privado de imaginación creadora, es incapaz de inventar personajes, escenas o tramas novelescas. El único personaje que ha quedado de todos los libros de «Azorín» es «Azorín». En cuanto a escenas imaginarias, no sólo no las busca, sino que las rehúye cuidadosamente, para no verse en el trance de escribir lo que no ha visto con los ojos de la cara.

La voluntad (novela) tiene por fondo sentimental los amores de Justina y «Azorín». Un tío de aquélla, clérigo iluminado y fanático, la va apartando poco a poco del mundo. Por fin, Justina va a entrar en un convento y «Azorín» le habla, por primera vez, en una tarde de Jueves Santo, mientras van recorriendo las estaciones. El lector se queda con la gana de conocer una sola de las palabras que se han cruzado entre los dos muchachos. Dos veces abre la boca Justina en toda la novela, para comentar, como un libro de misa, las parábolas que el ministro de Dios, enardecido, va presentando ante sus ojos.

«El cuidado del día de mañana nos hace taciturnos» dice primero. «La vida es un valle de lágrimas», añade al poco. Justina entra en el convento.¿Qué pasa entonces en el alma, de «Azorín»? ¿Qué piensa? El autor nos obsequia con todo el ritual de la toma de hábito, en latín... Muere Justina; «Azorín» no tiene para ella un solo pensamiento...

Yuste, «el amado maestro», ha muerto también. «Azorín» acompaña al cadáver y describe la marcha del cortejo, las salmodias de los clérigos, el clamor de las campanas, el «moscardoneo de los pies rastreantes», las notas del fagot... Ya llegan al cementerio y dejan el féretro sobre el ara desnuda de la capilla. Los acompañantes se retiran; «Azorín» contempla aquel ataúd que se queda solo... El lector, que ya conoce los pujos filosóficos del personaje y su afición a los «minuciosos autoanálisis», se prepara a leer algo interesante y profundo; pero «Azorín» prefiere darse una vueltecita por el camposanto y examinar el recinto, los nichos, los más nimios pormenores de una fotografía desteñida... Mas he aquí que el autor, que no sabe poner en el alma de los personajes sino sus propios sentimientos, y que no acierta a hacerles decir sino las frases que él mismo ha dicho o escuchado, tropieza en el propio cementerio a los pocos pasos con una escena real, y entonces el vigor descriptivo de su pluma iguala al de los grandes maestros del género. Vea el lector la página siguiente y diga si es posible superarla en realismo, en sobriedad y en rapidez.

«...Al final de una calle de nichos, un hombre vestido con chaquetón pardo, da, arrodillado, fuertes piquetazos en el talud, una terrera tumba. Todos los que han traído la transparente caja de la «mocica» se agrupan en su tomo. Al lado de «Azorín», en los brazos de una campesina un niño ronca sonoramente.
A cada embate de la piqueta el humano cerco se condensa. El negro agujero se va ensanchando. La débil paredilla cede por fin y la siniestra oquedad queda completamente al descubierto. Todos miran ávidamente; los rostros se inclinan ansiosos; un niño se acerca gateando; una vieja encorvada explica quién fuera allí enterrado años atrás. El sepulturero mete el busto en el nicho y forcejea.
Un labriego exclama festivamente: «¡Arrempujarlo pa que se quede dentro!» Y todos ríen.
El sepulturero forcejea. La caja, pegada a tierra con la humedad, se resiste.
La mujer del sepulturero trae un capazo. Y entonces el hombre rompe las podridas tablas y va sacando puñados de tierra negruzca, trapos, huesos amarillentos.
Entre la concurrencia, una fornida moza observa: «¡Repara cómo la coge!»EI sepulturero levanta la cara estúpidamente inexpresiva, tiende un momento su mirada lúbrica por el rostro colorado de la moza, por sus abombados pechos, por sus anchas caderas incitantes, y exclama tras simular un ligero ronquido:
«¡Así te cogeré yo cuando te avíe!»
Después, inclinándose de nuevo, saca del nicho una pala y la sacude en la pared con grandes golpes. La tierra salta, los Circunstantes retroceden, se alejan, destilan indolentes.» (Voluntad, p. 129.)

Todos estos seres viven, se mueven, hablan, y no dicen sutilezas metafísicas ni frases ingeniosas, sino lo que realmente dijeron o debieron decir en el instante en que los hallamos. Yo juraría sin admirar por esto menos la página copiada, que «Azorín» no ha inventado esta escena. Es más: aunque el pronóstico es prematuro, y por tanto, muy arriesgado, casi me atrevería a afirmar desde ahora que nuestro autor no llegaría a triunfar en el cuento ni en la novela, ni en el teatro, ni en ningún otro género principalmente imaginativo. La voluntad, Antonio «Azorín» y las Confesiones son los retazos de esa novela autobiográfica que todo hombre puede componer con los datos de su experiencia personal.

Y aquí dejamos el tema, por ahora.
Hemos querido, en este capítulo, que el lector analice, directamente, ciertas dotes artísticas de «Azorín», contrastándolas mediante «la piedra de toque del talento»; en los capítulos siguientes estudiaremos otros aspectos de su personalidad literaria no menos interesantes.

CASARES, Julio: Crítica profano. Madrid, Espasa-Calpe, 1964, pp. 121- 129.

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