lunes, 9 de diciembre de 2013

Claro de Luma

Debe de ser cierto eso de que los perros y sus amos se parecen: cuando Luma se sorprende, alza una oreja, una sola; cuando yo me sorprendo, alzo una ceja. Es que la genética es una ciencia exacta. Por eso, Luma también se parece a mi hijo: ninguno de los dos levanta la tapa del inodoro para mear. Y no es que la cachorra no pueda: cuando tiene sed, desdeña su cuenco con agua y corre al baño, se para sobre la taza, empuja la tapa con el hocico y bebe. Bebe mucho. Mucho. Y cinco minutos después, suelta todo lo que ha bebido en el piso de madera flotante (cada vez más flotante, gracias a eso). Joaquín, al menos, tiene mejor puntería. No perfecta, pero sí mejor: es que la de las meadas, a diferencia de la genética, no es una ciencia exacta.

Ya he comentado que la perrita, en las últimas semanas, aprendió a no destrozar la casa cada vez que se queda sola. Ahora se conforma con destrozar los tímpanos de los vecinos. Ladra y gime como si la Inquisición le estuviera buscando ardientemente el alma —para salvársela, claro está—, pero solo durante unos cinco o diez minutos: cuando bajo los dos pisos, atravieso el jardín del edificio, camino los noventa metros que me separan de la esquina y cruzo la avenida, dejo de oírla. ¿Quién dijo que la distancia es el olvido? No es el olvido: es el silencio. Viva la distancia.

Decía que Luma ya no destroza casi nada. Es que se puso muy selectiva. Por ejemplo, se dedica a triturar papel: periódicos, revistas viejas, cuadernos, rollos de cocina… Todo, menos libros. Quizás los guarde para una ocasión especial, el aniversario de su adopción o el día en que se resuelva el último teorema de Fermat. Entonces yo llegaré a casa y, en vez de encontrarla rodeada de trocitos minúsculos de papel higiénico, me la veré masticando el I Ching con el prólogo de Borges incluido (incluido entre los incisivos, quiero decir). Ese día lloraré. Pero, mientras tanto, sonrío beatíficamente y voy en busca de la aspiradora. «Al menos», me digo, «se le da por los documentos en papel y no por destruirme por el Word».

Otra cosa que ha masticado fue un par de sandalias. Es cierto que las había adquirido solo cinco días antes, pero había sido una compra impulsiva: no eran demasiado bonitas y Luma, con un sentido estético muy desarrollado y, sobre todo, con sus maxilares y media a hora a solas con ellas, me lo hizo saber.

Otro objeto de deseo son, para Luma, los bichos: moscas, mosquitos, arañas y cualquier cosa que vuele o se arrastre es motivo de una danza festiva de mi perra sobre el o la infeliz que la provocó. La cachorra, como insecticida, es más eficaz que el Raid, y huele bastante mejor —salvo cuando se moja—.

Mientras tanto, el Jota sigue contentísimo con su perrita, y su amor es muy correspondido. Curiosamente, Luma nunca rompe nada de él, aunque sus juguetes viven esparcidos por el cuarto y el contenido de la mochila jamás está contenido dentro. Será también por eso que al pibe se lo ve tan feliz. 

Son las dos de la mañana, y los dos duermen entrelazando patas y mejillas, hocico y brazos. Ya no importan los papeles rotos, el costo del nuevo par de sandalias, el suelo húmedo de pis: la vida es buena cuando dos, cuando tres, se quieren tanto.          


  
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