domingo, 28 de junio de 2009

El mago



El domingo me nace con una reverencia.
Sonríe.
Se arremanga.
Abre las manos frente a esta espectadora.
Sobre su piel temprana se amontonan las horas
y el diario con sus páginas pegadas por la esquina,
los veinte cigarrillos aún durmiendo en su atado
y un mediodía que se frota los ojos
pegados con lagañas,
un café,
con leche y mediaslunas,
y una página en blanco.

Un parpadeo, apenas,
y en su palma se agitan
la memoria de humo,
el sudoku del diario mal resuelto,
un cielo oscuro a fuerza de pocillos,
y trozos de papel en la basura.

Con el truco siguiente este domingo
será lunes o miércoles o mayo 2015:
un mero aprendiz de la otra Maga,
la que con sus cierracadabras
nos deja sin aplausos
y desnudos.

Gata (VII)


10 de junio


Intentando deducir qué razones llevan a Golda a mostrarse como un ser viviente, hasta ahora yo había llegado a la conclusión de que su único móvil era el interés literario. ¿Que suena raro? A las pruebas me remito.

En efecto, desde que empecé estos mails, nunca falló: Golda puede pasarse dos o tres días sin moverse del sitio donde se esconda, pero basta que yo escriba sobre ella y le dé a "Enviar", para que el animalito produzca otra novedad.

La secuencia no se me hizo evidente desde el principio. Claro, uno está preparado para tener en casa una gata ansiosa por leche o por hacer caca, pero no una ávida de protagonizar relatos. Y menos aún lo está para una gata que, además del papel protagónico, asume el de editor, exigiéndote uno nuevo apenas acabás el anterior.

Golda no necesita correr (qué digo "correr", ni siquiera precisa cambiar de postura), ni jugar (probablemente, no sabe lo que es) ni comer (ya hablamos de desapego faquiresco por la comida). Por eso no hará absolutamente nada para conseguir algo de todo eso. Pero apuesten lo que quieran a que una o dos horas después de que les mande este mail dará señales de vida.

Aclaremos una posible y razonable objeción. Yo me paso muchas horas frente al ordenador. Trabajo escribiendo textos y mensajes de correo, corrigiendo, leyendo en la pantalla. Pero eso no hace que Golda aparezca. Nunca. Sólo veo sus señales después de mandarles a ustedes uno de estas entradas.

El axioma "Graciela escribe sobre Golda" --> "Golda hace algo" es a tal punto absoluto, que las últimas veces les escribí casi exclusivamente para cruzarme con ella. Y funcionó, claro.

Pero hoy no escribo para eso. En realidad, y como comprenderán enseguida, esta vez no deseo que Golda actúe. Peor que eso: temo que actúe.

Verán: la habíamos dejado arrinconada detrás del armario del escritorio ¿recuerdan? El Jota y yo habíamos fabricado una pala de mango largo para acercarle comida (como a los tigres enjaulados, me digo ahora. Como a los tigres salvajes, me digo ahora. Como a los tigres carniceros, me digo. Y ya verán que la asociación es libre, pero no gratuita).

Dos veces usamos la pala, con Golda metida en la esquina del escritorio. Dos veces comió todos los trocitos de jamón cocido que le ofrecimos. Dos veces se quedó, después de comerlos, en el mismo rincón. Un día y medio permaneció en el mismo sitio.

Todo parecía haberse encaminado. Un camino lento, pero seguro: ya sabíamos dónde estaba nuestra gata. Ya teníamos ocasión de demostrarle que éramos capaces de alimentarla sin pedirle nada a cambio, sin forzarla a contacto alguno más que a través de una pala de pizzero (porque en ese momento todavía era una pala de pizzero y no un arma defensiva contra tigres homicidas).
Esperándola con paciencia a que decidiera salir, le probaríamos que nada tenía que temer de nosotros.
Ay, qué lejos que estaba de suponer que la temerosa pasaría a ser yo.
Pero me estoy adelantando.

Sucedió ayer que, mientras yo estaba lavándome las manos, el Jota se acercó solito al armario. La pala queaúneraunapala estaba apoyada en el piso, con el extremo cerca de Golda.
Desde el baño, oigo que el Jota grita "¡Mamá, ven! ¡Está saliendo!".
Durante un instante, me alegré. "Por fin la gatita entendió que somos buena gente", me dije.
Pero en eso descubro al Joaco, pala en ristre. No preví que, en su ansia por verla, el chaval empujaría lenta pero inexorablemente la pala hasta el fondo.

Y claro, Golda salió. Salió disparada por el otro costado del armario como alma que lleva el diablo. Para cuando yo me acerqué a la puerta del escritorio, el animal volaba hacia el salón, enloquecido. Un instante después, cómo no, había desaparecido de nuevo.

Me dediqué a explicarle al Jota su error y a comprobar que la gata sí había comido, antes del "ataque" del niño, los trocitos de fiambre.
Después, ya que por una vez sabía al menos en qué cuarto de la casa se encontraba Golda, me puse a registrar el living de cabo a rabo. El rabo del living, porque el de Golda ni pintó.

Por más que busqué detrás de cada mueble, debajo de cada almohadón, entre los libros y hasta detrás de los cuadros (nunca se sabe) no la vi. Esta vez, sí puedo jurar que esta gata se desmaterializa.

Por fin, guardé en el trastero la pala (todavía lo era, no sé si se lo dije) porque ya había perdido su sentido.
Pero había un cambio en el salón. Un único cambio.
¿Recuerdan la única aparición de Golda en que ni corrió ni se mostró petrificada contra el rincón? Fue una noche en que me despertó un ruido: era ella, pegando saltos infructuosos para alcanzar la parte de arriba de una estantería muy alta del living, ¿se acuerdan?

Lo que no les conté fue que, apoyada sobre esa estantería, en una esquina, casi rozando el techo, tengo una maceta. Contiene una hiedra, una planta rozagante cuyas ramas caen sobre el ángulo del mueble. La maceta, de 50 cm de ancho y otro tanto de alto, metida en una cesta de mimbre, está llena hasta el tope de tierra y planta. Oséase, que es bien grande y bastante pesada, hasta para mí.
Bueno, hace un par de días me había llamado la atención encontrar la base de la maceta desplazada hacia afuera: una buena parte de la cesta sobresalía del "techo" de la estantería. Pensé que, en un descuido, yo la habría corrido al regarla. Sin embargo, el hecho me extrañó porque yo nunca bajo ni subo la maceta, por lo pesada (ella), sino que, trepada a un banco (yo), la riego con un botellón.
Bueno, la moví hacia atrás de nuevo, ya que así constituía un serio peligro para cualquier integridad que pasara por debajo. Y me hubiera olvidado del tema de no ser por lo que pasó hoy.

Limpiando, hace unas horas, descubro algo muy desagradable en el segundo sillón de una plaza que me quedaba en el living (no sé si les conté que el primero, idéntico a él de viejo pero bañado en los efluvios de Golda, acabé regalándolo al rastro donde los había comprado). Esto tan desagradable también provenía de Golda, pero era sólido y marroncete. Y desde ya les digo que no era de Noche, dado el tamaño. La caca de Golda es Medium, y la de Noche es XXS.

Me embronqué. Si aquel pis lo había atribuido a que, para que no entrara al living las primeras noches, yo había dejado la puerta cerrada sin darme cuenta de que seguramente la estaba dejando dentro, la intención de esta caca era, en cambio, inequívoca: desde aquel pis en el otro asiento, nunca más cerré esa puerta. Es decir, la gata se había cagado adrede en el sillón, teniendo su baño a su entera disposición (y perdonen la rima cacofónica, nunca mejor dicho).

Con todo, aún me quedaba un resto de compasión por Golda. Después de un rato, pude entender su estrés, su miedo tras el encuentro con lo que debe haber sentido como un terrible ataque del Jota y la pala. Sí, todavía era una pala. Pero ya no.

No, desde que hace unos minutos volví a encontrar la maceta corrida. No, desde que hoy, incluso, estaba aún más movida hacia afuera. No, desde que entendí que esta gata incorpórea tiene además una fuerza descomunal. No, desde que comprendí que lo que la gata quiere, en realidad, es matarme. Golda desea que muera aplastada por una maceta.

La pala se convirtió en un arma defensiva contra tigres justo cuando me di cuenta de que Golda no sólo me exige que escriba sobre ella, sino que lo haga bien.
Es evidente que no cumplo con sus exquisitos cánones estéticos. Es obvio que no soy todo lo buena exégeta que mi gata mayor cree merecer. Y está claro que ha decidido a causa de eso debo morir.
Es entendible: yo desearía lo mismo para algunos de mis alumnos, cada vez que leo sus textos.

Tenemos a la asesina, el arma homicida y el móvil. Si aún no tenemos cuerpo del delito, es porque todavía estoy aquí escribiéndoles esta entrada. Pero apenas me acerque distraídamente por la estantería del living para sacar un libro o pasar el plumero sobre algún estante, habrá cadáver.
Este será, señores, probablemente, mi último mensaje sobre Golda. Pero no porque deje de haber novedades que contar. Todo lo contrario: ya les dije que lo esperable era que Golda hiciese algo apenas le dé a "publicar".
Lo que no habrá, dadas esas mismas novedades, será quién las escriba.


Nota: Noche sigue adorable. La única molestia es cuando se pone a "mamar" de mi cuello, de mi oreja o de la comisura de mi boca. Me apoya las manitos, sacando las uñas, y ronroneando como un motor Diésel pega su boca a mi piel.
Es una lástima que su hermana la deje huérfana justo ahora.

Gata (VI)


Cada vez, me digo que será el último. Que no puede haber más novedades de Golda. Qué cuánto más puede pasar de interesante con una gata que no existe.
Y pasa, señores, pasa.

Desde el sábado que traje a Noche, Golda no aportó ni siquiera un salto, ni un ruido, ni una sombra oscura escabulléndose por el salón. Tampoco ningún pis, ninguna caca.
Noche no para de rondarme los pies, el regazo, el pelo; no deja de comer, de hacer pis y caca; no para de exigir mimos, de maullar. Su hermanastra, en cambio, de tanto empeño que pone en no ser, está a punto de perder su nombre para pasar a denominarse "la otra".

Cada tanto y desde que llegó, el Jota o yo nos arrimamos hasta el atiborrado hueco de la escalera para dejarle ofrendas: que si un platito de leche, que si un pedacito de jamón cocido. El hueco de la escalera es el santuario donde vamos a rezarle a Santa Golda para que haga para nosotros alguna milagrosa aparición. Nunca surte efecto pero no dejamos de ir, en procesión de dos, hasta el Santo Hueco. Es que la fe es así.

El sábado por la tarde, Noche recién estaba conociendo la casa y yo recién estaba conociendo a una gata normal. Por eso, mientras ella curioseaba, yo iba tapando cualquier resquicio por donde pudiera meterse para desaparecer por siempre jamás de nuestra vida. Es que el que se quema con un resquicio, cuando ve otro va y lo tapa.

Así, corrí almohadones, cajas y hasta muebles, con tal de que Noche no cayera también en el Triángulo de las Gatunas.
Luego me quedé todo el fin de semana trabajando en el escritorio, pero cuando a eso las 23 fui a dormirme frente al televisor, tanto el sábado como el domingo, tampoco vi ni oí a Golda. Como se imaginarán, no me extrañó.

Ayer por la tarde, estoy trabajando en la PC y el Jota juega con Noche al lado mío. La gatita se mete entonces en un armario entreabierto que tenemos en el escritorio. De pronto y por un segundo, oigo un ruido que no parece provenir desde dentro del placard, sino desde algún sitio cerca de él. Me pongo a buscar. A un costado, al otro...
En eso, pego la cara al muro para asomarme por detrás del armario, que está en una esquina, separado de cada pared por unos cinco centímetros. Y dos ojos amarillos me miran desde esa mismísma esquina.
Golda no tenía espacio siquiera para acostarse. Estaba medio de costado, torcida, como una feta de mortadela, entre el fondo del armario y la pared, y tan inmóvil como la misma feta.
La llamamos, le suplicamos, extendimos los brazos para ver si nuestros dedos le llamaban la atención. Nada. Ni se mosqueó, pero yo creo que porque no tenía espacio para mosquearse.

Entonces caigo en la cuenta de que el primer intento de curiosear de Noche, el sábado por la tarde, había sido, justamente, el de meterse por aquella rendija. Y yo, al momento, había obturado las dos entradas con sendas enormes cajas. Nunca pensé que, al mismo tiempo, obturaba salidas.

Mientras tanto, durante todo el fin de semana y parte del lunes, había seguido dirigiéndome, implorante, al hueco de la escalera.

En fin, aunque retiré las cajas y salimos los tres —el Jota, Noche y yo— del escritorio, a cada rato volvíamos a mirar: Golda seguía apretujada contra el rincón, detrás del armario. Veíamos sus ojazos amarillos y la silueta retorcida, pero ni un solo movimiento, ni un parpadeo. Tal vez no tenía lugar para parpadear.

Entonces decidimos improvisar una herramienta para, al menos, acercarle comida. Agarramos un palo de escoba viejo, de metal, hueco y abierto por un extremo; con un par de pinzas de ropa le adosamos a la punta un rectangulito de cartón del ancho de la rendija y pusimos encima unos pedazos de jamón cocido. Con suma lentitud y delicadeza, introdujimos el extremo con el cartoncito entre el armario y la pared y dejamos el palo apoyado en el piso. Después, nos fuimos.

Bueno, por la mañana, nos sorprendimos al ver el comedero totalmente vacío. No quedaba ni una bolita de comida. Como Noche había dormido toda la ídem en mi cama, era indudable que quien había arrasado con el alimento había sido Golda.
Desayunamos, llevé al Jota al colegio y me fui al bar. Al regresar, saqué la "pala de pizzero" de atrás del placard: no quedaba ni un solo pedazo de jamón.
Alcé la vista. Dos ojazos amarillos me contemplaban inmóviles y apretados, desde la esquina.

Gata (V)


7 de junio


No he contado nada acerca de la mujer que nos dio a Golda; como su intervención fue decisiva a la hora de aportar a nuestra vida una presencia/ausencia gatuna, lo merece. En rigor, la chica merece un libro entero, pero deberá conformarse.

Ya les dije que se trata de la madre de un compañero del Jota. Ella se llama Éider, y el nombre no es lo más raro que tiene.

Todo empezó un día, hace un par de semanas, cuando se acercó al bar donde desayuno y leo los periódicos. Cabe aclarar que ese rato es, no sólo sagrado para mí (que lo sagrado puede violarse), sino imprescindible. Hasta que tomo mi cortado y completo el sudoku de La Nueva España, yo no soy persona. Nada puede torcerme más el día que no comenzarlo así.

Bien, la mujer, apoyando ya la mano sobre la silla libre de mi mesa, me pregunta por Tufo, quehacetantotiempoquenoloveo.
—Murió —le respondo sin alzar la cabeza del periódico, mirándola por encima del marco de mis lentes.
No le doy detalles. No le hablo del hueso atragantado ni de la corrida a la veterinaria. No menciono la reacción del Jota. ¿Por qué, entonces, la mujer aparta la silla y se sienta? Nunca lo sabré, como no sabré espeleología ni si existe vida inteligente en Alfa Centauro.

Golpeteando disimuladamente con el extremo de la birome sobre el diario, le digo que fue hace bastante, que polvo somos y allá volvemos, que no somos nada y que ya se nos pasará.
Y es ahí cuando se produce la torsión en la Banda de Moëbius que hizo que Golda pasara de estar fuera de mi vida a estar dentro: agrego que alguna vez le traeré al Jota un gato.

—La gata de mi suegra tuvo cachorros —responde alborozada—. Son siameses, preciosos. Le diré que te guarde uno.

No me pregunta. No me consulta. ¿Por qué, entonces, asiento con la cabeza, muda, sin más? Nunca lo sabré, porque, si sé poco de cuevas, menos conozco la que tengo yo dentro del cráneo. Si sé poco de Alfa Centauro, menos sé si hay vida inteligente en ese mismo cráneo.

Ese día, mientras yo asiento estúpidamente, otro parroquiano aprovecha el derecho elemental de agarrar para sí lo que no se usa y arrebata de mi mesa La Nueva España: ¿acaso alguien puede estar charlando con una amiga y a la vez leer el diario? Pues eso.

A la mañana siguiente, cuando me faltan por rellenar sólo cinco casillas del sudoku, la misma mano de Éider se apoya sobre el borde de la misma silla del bar. Esta vez, no alcancé ni a golpetear con la birome.

—Ya está —me dice, apartando la silla para tomar asiento—. Mi suegra dice que la podemos ir a buscar hoy.

A partir de ese día, fui postergando el trámite todo lo que pude, sin saber bien por qué.
Pero después de todo, ya habían pasado tres meses de lo de Tufo. Después de todo, yo sí quería un gatito para Joaquín. Después de todo, los siameses son bonitos. Después de todo, Eider aseguraba que la de su suegra era súper cariñosa y justoloqueyonecesitaba.

Lo que me convenció, sin embargo, fue otra cosa. Después de la quinta mañana de sudoku interrumpido, supuse que traer ya a la siamesa era lo único que me devolvería mis apacibles desayunos.

Lo que sigue lo conocen ustedes.
A partir de que Golda llegó a casa, Éider siguió pasándose por el bar cada mañana, pero ahora para preguntarme qué tal la gata.
Se extrañaba; me daba ánimos, consejos; me pedía paciencia. Se declaraba culpable por la reacción de Golda. Me decía a su suegra también le disgustaba mucho el comportamiento de su ex gata.
Todo, menos dejarme leer el periódico.

—¿Sabes lo que tienes que hacer? —me dijo de repente hace un par de días—. Traer otro gato. Créeme, si metes a otro gato en casa, esta va a salir.

Yo me reí. Ella argumentó que eso era lo único que movería a Golda de su escondite. Que si el gatito era pequeño, mejor, por aquello del instinto maternal. Que lo que le pasa a mi gata es que echa de menos a sus hermanos, su madre, sus tíos...

—Pero, ¿¿¿cuántos gatos tiene tu suegra??? —pregunté extrañada.
—Diecisiete —respondió ella, impávida.

Cuando en otra mesa alguien acabó con el periódico, le dije a Éider que lo pensaría.
Y lo cierto es que esa mañana tampoco pude hacer mi sudoku, porque sí me quedé pensando.

Traer otro gato ya no me pareció tan absurdo, porque tener a Golda era lo mismo que no tenerla. En los últimos días, sólo la había visto una vez. De hecho, la gata había dejado de hacer pis o caca en las últimas 48 hs., no comía, no se la oía (nunca se la oyó). De hecho, ágil como soy para sacar conclusiones erróneas, yo ya casi me había convencido de que Golda había pasado a mejor vida en algún rincón de mi casa.

Esa noche, como al pasar, le comenté al Jota que quizá a Golda podría sucederle algo, quizá se enfermara, y como no aparecía nunca, no llegaríamos a curarla. Le dije que habría que prepararse. Que, en una de esas, nunca saldría de sus escondites. Y que aunque no muriera, lo sensato era intentar devolverla, ya que era obvio que la gata no se sentía cómoda en casa. No quedó del todo convencido, pero admitió, por suerte, que es difícil sufrir por un animal desconocido.

A la mañana siguiente, tras comprobar que de nuevo no aparecía pis en la arena y que los tres pedacitos de golosina gatuna estaban intactos donde los había dejado, le dije a Éider que sí. Que traería a casa otro gato si su suegra aceptaba que le devolviese a Golda. Eso, si lográbamos encontrarla dentro de casa y agarrarla, claro.

—Imposible —me respondió—. Mi suegra está harta de los gatos.

Eso fue el viernes, antes de ayer.
Por la tarde, me tocan el timbre.
Era Éider.

—Te lo he conseguido —me dijo, contenta, por el portero eléctrico—. Ven a verlo. Lo tengo en internet.

"Esta mujer no sólo consigue gatos como si fuesen naranjas", pensé, "sino que los guarda en lugares muy raros".
Pero fui a su casa y ahí entendí. Resulta que se había puesto a buscar en la red algún anuncio de "Regalo gatitos". Vaya uno a saber con qué criterios, había escogido uno de Soto del Barco. Esta vez, al menos el minino no viajaría 100 km.
Soto del Barco está a sólo 40.

Quedamos en que nos encontaríamos en el bar a las 10:30 hs del día siguiente, sábado. Sólo ella y yo, porque el Jota está este fin de semana con Alberto.

Por la noche, me quedé dormida frente al televisor, como siempre.
A las cinco de la mañana me despertaron unos golpes. Era Golda, que, con enormes saltos, intentaba treparse a la estantería más alta del salón, una que casi llega al techo.
"Vaya con la moribunda", pensé. "Así que aún somos tres en esta casa..."
Me quedé mirándola, sin atinar a nada, también como siempre. Sabía que si me levantaba del sofá escaparía.

Al menos así conseguí verla durante tres saltos. Ella, al comprobar su fracaso, volvió a desaparecer entre las sombras.

A todo esto, entre el sueño y el alivio de saber que la gata aún respiraba, me fui a la cama olvidándome de poner el despertador para mi cita con Éider.
Horas después, me despertaba el timbre del portero eléctrico. Entre lagañas y bostezos, apreté la clavijita y oí la voz de Éider:

—Oye, Graciela. Que el dueño del bar me dice que seguramente te quedaste dormida...

Me vestí a lo loco y salí, no sin antes pasmarme ante el comedero de Golda.
Por primera vez en los diez días que lleva en casa, había comido un puñado de alimento. Ni una ni dos bolitas: un señor puñado.

Se ve que la invisibilidad no da hambre, pero los saltos acrobáticos sí. También se ve que el único juguete que le gusta esta gata es mi ansiedad: sólo da señales de vida cuando yo decido que se ha escapado o está muerta.

Bueno, aunque viajamos hasta Soto del Barco con la condición de que yo pudiera arrepentirme, a los tres segundos de llegar Éider ya estaba descartando gatos (y quien descarta, al mismo tiempo "encarta"):
"Este no. Este tampoco. El se más allá, puede ser, porque tiene una manchita blanca..."
Según me explicó, de ninguna manera aceptaría que yo trajese a mi casa un gato negro, por lo de la mala suerte.

Por mi parte, le pregunté a la dueña cuál era más juguetona y menos arisca, y escogí a la que señaló, una de tres colores, entre los que predomina el negro.

El viaje de regreso en mi coche fue una pesadilla.
Yo iba manejando. Éider iba de copiloto, sosteniendo a la gatita. La gatita iba de arañante de copiloto.

Eider no paraba de gritar "¡Que me muerde, la muy puta...!" y "¡Me rompe el jerséy, la muy zorra!" o "¡Me está arañando los brazos, cooooño!" cada veinte metros. Rectifico: el "¡COÑOOOOOOO!" era cada cinco.

Yo, en una carretera zigzagueante de montaña, no podía hacer nada más que aguantar los insultos de Éider y los maullidos, cada vez más desgarradores, de la gatita.
Eso, y putearme a mí misma por haberme metido en un segundo berenjenal.

Si a Golda no la vemos ni la oímos, a esta gatita sí que la íbamos a sentir, pensé. Eider, sin duda, la estaba sintiendo en toda la piel.
Yo sólo anticipaba mentalmente explicaciones para el Jota: "Así como hay gatos insensibles al contacto humano, hijo, hay otros que dan demasiado contacto. El mismo contacto que un cable pelado. Preparate, mi vida".

Por fin llegamos a casa la gatita, Éider y yo. Puse al animalejo en una caja y fui a buscar algún trapito y un platito de leche. Mientras tanto, Éider, que había metido en la caja una pelotita, se quejaba de que la gatita no jugara con ella.
—Es que ésta no es una gata de raza. Las siamesas sí que son listas, pero estas…

Para ese momento, yo sólo quería que Éider y todas sus gatas se fueran, pero me conformé con que se fuera ella.

Fue increíble.
Juro que tampoco ahora exageraré, como no exageré contándoles lo de Golda.
Apenas Eider se marchó, la gatita se quedó tranquila.
Puse la caja en el suelo, a lado de la PC, y me dediqué a laburar. Minutos después, al salir del cuarto para buscar algo, la gatita maulló. Entré y me senté, y ella se calmó. Al rato, lo mismo: ¡me llamaba!
Yo le devolvía mimos y ella me olisqueaba la mano, el pelo, el cuello. Luego empezó a lamerme la yema de los dedos, como un perrito, y, como un perro también, se ponía boca arriba ofreciéndome la panza. Comió con glotonería toda la golosina que Golda había despreciado. Tomó leche (desde el pico de una jeringa, ya que desde el platito no la quiso). Pidió upa a cada rato, enroscándose en mi falda o trepándose casi hasta mis hombros, con la carita metida entre mi pelo. Como a las dos horas, la dejé suelta, temiéndome lo peor: ¿esta también escaparía, metiéndose en algún sitio inaccesible? Qué va. Esta iba curiosa por todos lados, pero no pasaba ni un minuto sin volver a restregarse contra mis tobillos o exigirme upa.
La llamaba y venía.
No la llamaba y también venía.
Jugó con todo lo que se le puso a tiro. Maullaba cada vez que no me veía y se calmaba cuando aparecía. Me lamía. Jugueteaba con mi dedo. Me apoyaba las patitas de adelante en el pecho y sacaba las uñitas, como hacen los bebés gatos con la mamá cuando maman. No me mordió ni me arañó ni una vez.

Por la noche, la llevé conmigo a mi cama. Se durmió apaciblemente y me despertó a las nueve, con minúsculos lengüetazos en una mano. Hoy por la mañana, se subió como una campeona al recipiente con arena e hizo su primer y su segundo y su tercer pis.
Cuando volví de desayunar en el bar, la casa estaba silenciosa.
Contuve la respiración. ¿También esta había desaparecido?
Al instante, un maullidito vino a buscarme al hall, para restregarse contra mí.

Ahora está en mi falda mientras escribo: ronronea, me muestra la barriga y de tanto exige que la mime con ambas manos o se sube al teclado, escribe signos raros en este mail y maúlla, imperiosa, para que le dé bola en lugar de ponerme a borrar lo que ella escribió.

Es HERMOSA. Tiene cinco semanas y mide unos 20 cm. de largo.
De esta sí ya tengo fotos. Como quince fotos, tengo.
A esta sí tendrá sentido darle un rascador.
¿Y Golda?, se preguntarán ustedes. ¿Cómo reaccionó? A lo Golda, por supuesto.
Silencio absoluto.
No se le vio el bigote, suponiendo que lo tenga.
No comió, no bebió, no hizo pis ni caca.
Así durante todo el día.

Cuando subí a acostarme, con la gatita nueva en la palma de la mano, un ovillo oscuro pareció desenrollarse desde una esquina del hall de arriba —adonde no subo nunca más que para irme a la cama, donde no tiene agua ni comida ni arena para el pis ni almohadón o trapito donde acostarse— y corrió escalera abajo.

Gata (IV)


3 de junio


Este será cortito pa no abusar de la paciencia ajena. Y recuerden que el que avisa no es traidor: sólo es avisador.

Cronología:
Martes, 18 hs: nos dejan en caución una gata.
Viernes, 2:30 hs.: algo peludo y marrón pasa junto a mí y desaparece.
Viernes, 2:31 hs.: me río sola, de pie en el salón.
Viernes, 6 de la mañana, aprox: me duermo, por fin.
Viernes, 15 hs.: comienzo a limpiar fervorosamente mi casa, porque para el día siguiente esperaba la visita de unas diez o doce personas, casi todos alumnos míos, para una charla que había organizado. Una conocida mía, que nunca había estado en mi departamento, llegaría el viernes desde León a dar esa charla y se quedaría a dormir aquí.
Viernes, a una hora incierta e infausta: un olor, tan persistente como inconfundible, llama la atención (de mi nariz) desde uno de los sillones del living. Casualmente, aquel en el que suelo sentarme cuando doy los talleres. Me acerco con miedo. Toco. Miro. Y sobre todo, huelo.
Allí está. La prueba más contundente, aromática y líquida de la presencia de mi gata. Ahí, en un sillón de madera y tela, inamovible por lo pesado, inocultable por lo grandote, imprescindible por la docena de personas que estaban a punto de llegar y mi escasez de asientos.
Entre puteada y puteada, esperanza y esperanza, saco la manta de telar que cubría el sillón: el pis la ha traspasado. La tiro a la basura. Retiro entonces la funda tapizada: el pis la ha traspasado. La meto en el lavarropas. Extraigo el almohadón de gomaespuma: el pis lo ha traspasado. Lo cuelgo de la ventana, hacia afuera, como una graciosa veleta, para que se airee.
Para ese momento, de la esperanza y las puteadas sólo me quedan las segundas: el pis llegaba al respaldo del sillón, ese que no puede sacarse, ni lavarse, ni airearse; sólo sufrirse.
Viernes, un rato después: rezo por que un súbito ataque de venusinos sobre la Tierra impida a todos los asistentes asistir a la reunión del sábado.
Viernes, un minuto después del rezo: vuelvo a putear a la gata, in abstentiae.
Mientras tanto, gran parte del tiempo del que creía disponer para comprar lo necesario para la charla (masitas, café, vasos descartables...) se va en sacar, lavar, airear. Y putear.
Viernes, 17:15 hs.: dejo al Jota en su clase de natación.
Viernes, 17:16 hs.: corro al supermercado
Viernes, 18:30 hs.: corro a casa a dejar la compra y acomodarla
Viernes, 18:45 hs.: corro a buscar al Jota a la piscina
Viernes, 19 hs.: corro a buscar a Ana, mi amiga leonesa, a la estación de autobuses
Viernes, 20 hs.: corro el sillón. Al menos, el hedor no se expandiría desde el centro del living.

Esa noche salimos los tres, el Jotita, Ana y yo, a cenar afuera.
La gata, a pesar de mis inconfesables deseos de que también se fuera, en cambio, se quedó.
Al entrar a casa después del restaurant, le propuse a Ana mostrarle los dormitorios, arriba (¡cualquier cosa menos entrar al salón!).

Viernes, 23 hs.: primer plano del desnudo frontal, completo, de mi gata.

Fetivamente, es siamesa, marrón con las patas negras y los ojos amarillos, con rabo corto. Y es una gata, o se le parece mucho.

Yo era quien, de los tres, subía en primer término; juro que no pude sostenerle la mirada. Me quedé inmóvil en el tercer escalón, ladeé la cabeza y susurré: "Ahí está". Tanto desorienté con mi postura a mi amiga y al Jota, que se asomaron por la baranda porque entendieron que yo estaba oyendo al animalito pasearse por abajo. Mientras, yo, clavada en el peldaño, seguía: "Está aquí, aquí... ¡delante de nosotros!"
En fin, el encuentro duró un par de segundos.
Uno de los cuatro salió disparada hacia abajo y se perdió, una vez más, en las sombras.

Sábado, 11 hs.: comienzan a llegar los invitados y van tomando asiento.
Sábado, 11.15 hs.: acaban de llegar los invitados y sólo queda un asiento libre.
Sábado, 11.16 hs.: me siento yo. ¿Dónde va a ser? Qué pregunta.
Sábado, 11.20 hs.: empiezo a percibir, no ya las señales olfativas que percibía desde el día anterior, sino una distinta. ¿Vieron cuando uno se acuesta sobre el césped, a la madrugada? ¿Vieron que al principio uno no siente el rocío que va metiéndosele de a poquito a través de la ropa? ¿Vieron qué desagradable es cuando por fin llega a la piel? Bueno, parecido, pero bastante peor.
No me atrevo a moverme. No ya a ponerme de pie, sino a despegar el cuerpo del respaldo. Sospecho que si me muevo, la baranda (y no la de la escalera) llegará hasta las Islas Canarias.
Pero debo servir las masitas y los saladitos y los quesos y el café en los vasos descartables que he comprado, ¿no?
Pues no. De momento al menos, no.
Decido no levantarme nunca más de aquel sillón. Almorzaría allí y ahí cenaría y dormiría en el sillón, si hacía falta. Y allí transcurriría mi vejez. Moriría en ese sillón y en él me velarían, en medio de un olor que haría palidecer de envidia al de cualquier corona.

De pronto me doy cuenta de que, aunque a nadie le llama la atención que un dueño de casa muera en su sillón favorito, pocos se tragarían que no se pusiese de pie para despedir a sus huéspedes.
O sea, que me quedan dos opciones: o levantarme a servir el café o morirme antes de la una del mediodía. Y lo más práctico es servir el café.

Pero antes, corro a mi cuarto a cambiarme la remera. Aunque hace una temperatura de 22 grados, me saco mi meada camiseta de manga corta y me pongo una de manga larga. Eso me acalorará, pero me ahorrará explicaciones.

Y la cronología siguió así:
El mismo sábado, por la noche: deduzco de que la meada se produjo alguna de las primeras noches, en que, para prevenir arañazos en el sofá de cuero, yo me había ido a dormir dejando cerrada la puerta del living. ¿Cómo saber que Invísibil Cat había quedado dentro, y no fuera?
Cada mañana: el Jota y yo comprobamos con alivio que la arena del recipiente contiene lo que debe contener, que hay una o dos bolitas menos de comida en el cuenco (sí, además de Invisible e Intangible, es Anoréxica) y que aparecen huellas de pisadas gatunas cerca de la manguera de la ducha de abajo, que dejo colgando, apoyada en el bordecito de la ducha mirando hacia la rejilla y apenas abierta, todo el santo día.
Ayer al levantarme: encuentro la inundación en el baño de abajo, parquet de la entrada incluido.
Alguien invisible, intangible y anoréxico había movido la regadera durante la noche, dejándola hacia afuera.
Domingo, lunes, martes y hoy, miércoles: no hubo avistaje alguno de la gata.

Ah, le hemos puesto nombre, también in absentiae.
Después de todo, como los billetes de 500 euros, las brujas y el colesterol, mi gata existe aunque no la veamos.
Se llama Golda.

Gata (III)


29 de mayo

No es novedad que hay historias que existen pero no se pueden contar. Uno intuye que la historia está ahí, obligándolo, pero cuanto más piensa en cómo decirla, más se le escapa.

Cuando fui a buscar al Jota al colegio debía decirle que ya no teníamos gata y no se me ocurría cómo. ¿Cómo anunciarle a un chico de ocho años que la realidad no reparte castigos entre los malos y mascotas entre quienes las quieren? ¿Cómo explicarle que, aunque en los cuentos siempre pasa lo que tiene que pasar y nada más que eso, la realidad se caga en lo verosímil y no necesita justificación alguna para jodernos?
Me temía el llanto de nuevo, la angustia de nuevo, como con Tufo.

Y no. El Jotita largó apenas un perplejo "Uy… Y yo, que quería verla...", sin demasiada pena. Al llegar a nuestro portal, vino la curiosidad: mirando hacia nuestras ventanas, en el 3º piso, se rascó la cabeza y dijo: "Pero, ¿cómo fue que pudo escaparse sin estrellarse contra el suelo?".

Lo cierto es que yo temía esa pregunta del Jota más que a ninguna, porque creía —cosa que no les conté ayer— que la culpa había sido suya. Verán: el martes por la noche acompañé a mis alumnos hasta la planta baja, encargándole a Joaquín que se quedara en casa. El ascensor no funcionaba, así que demoré. Al volver, me lo encontré en la escalera: por hacerme una broma había bajado, dejando la puerta del departamento abierta. Lógicamente, luego pensé que esa había sido la oportunidad que la gatita había aprovechado.
Bueno, le respondí que los gatos eran hábiles y que podían caer desde muy, muy arriba sin lastimarse. Me abstuve de comentarle las posibles consecuencias de su travesura.

Es que las historias piden habilidad para ser contadas, y uno, que a menudo no la tiene, necesita disfrazar un poco las cosas.

Al entrar a casa, después del cole, el Jota puso manos a la obra. No, para buscar a la gata, no. Ya sabía que no la encontraría: él sólo necesitaba descubrir por dónde se había escapado.
Se tiró al suelo y miró debajo de la mesada: "Aquí hay un agujero en la pared. ¿Pudo haberse ido por aquí?". Como era uno de esos por donde pasan cables, de 5 cm de diámetro, le aseguré que no.

"Bien, veamos", siguió —juro que dijo "Bien, veamos"— y se agachó hasta el zócalo, junto a un respiradero con rejilla. "Por aquí tampoco. Sigamos..." y así fue recorriendo toda la casa, con un codo apoyado en una mano y sosteniéndose la barbilla con la otra. Él mismo enunciaba las hipótesis y las descartaba con tono entre profesional y triunfal: "Hubiera podido irse por el inodoro, pero los gatos le temen al agua..."; "El sumidero de la pileta es muy pequeño..."; "¡Ahá! Aquí abajo del mueble hay polvo, pero no hay huellas. Entonces, por aquí no pasó", and so on.
Me alegré de que reaccionara así: verlo jugar a Sherlock Holmes era mejor que verlo angustiado.

Por fin, declaró: "Me doy por vencido. No entiendo por dónde pudo irse, mamá".
Le dije que nunca lo sabríamos. Me abstuve de decirle lo que su pose de detective me había recordado, aquello de: "Cuando uno descarta todo lo imposible, lo que queda, por más improbable que parezca..." Sin embargo, volvería a acordarme del axioma una vez más antes de irme a dormir.

Una vez pasado el trance con el Jota, me dediqué a sufrir por cómo iba a contarle a la mujer que nos trajo la gata que la habíamos perdido.
Es la madre de un compañerito de él; cruzarme pronto con ella era inevitable. Me martilleaba la cabeza su última advertencia: "No dejen ventanas abiertas, ni siquiera un poco, porque se escapa en un tris". Claro, desde que me lo dijo el martes, hasta ayer, jueves a la tarde, yo había abierto ventanas sólo con la hoja abatida, teniendo la precaución de cerrarlas apenas me daba vuelta.
Ayer por la tarde, cuando por fin asumí la ausencia de la gata (tras ordenar y limpiar a fondo para la visita que llega hoy de León) decidí que la casa no podía seguir cerrada —ya empezaba a oler a humedad— y abrí todas las ventanas de para en par. Me asaltaba a cada rato el temor a oír el timbre, porque, en mi culpabilidad, imaginaba que la madre del compañerito de Joaquín vería desde la calle mis ventanas abiertas y subiría a pedirme cuentas.

Es que hay historias que nos mueven culpas tan profundas que no se pueden contar.

Sabemos que la historia está ahí, como un gato, casi al alcance de la mano. Nos tortura, nos ronda, nos seduce; desesperamos por contarla e intuimos que la tenemos a centímetros de nuestros ojos... pero cuando nos giramos para mirarla de frente, se escabulle. Uno se queda en blanco y entonces, recién entonces, uno comprende qué carajo quiere decir "inefable".

Es que a veces no se puede fabular, porque la historia es mucho más ágil que uno.

Uno querría que las historias fuesen perros, que te siguieran incansables hasta que te rindas y te sientes a jugar con ellas. Pero no: son gatos.
Cuando más seguro estás de que la tenés agarrada, que sabés cómo contarla —empezarás por aquí, seguirás por allá—, se escapa por la ventana o por una puerta entreabierta y te deja con el paquete de cariño sin entregar.

La realidad es, y punto. No exige ser creída, porque no lo necesita.
Hay historias, en cambio, que si no se pueden contar es porque no te las creería nadie.

Porque, ¿a que no creerían si les dijera que a las dos y media de la mañana, al levantarme del sofá para irme a dormir, una bola oscura, con algo que me pareció un rabo largo, se materializó de pronto en medio del living —no desde un rincón, no desde debajo de un mueble— y corrió con rumbo desconocido hacia otro cuarto, desmaterializándose de nuevo?

Me quedé un siglo de dos segundos inmóvil, en mitad del salón.
Después, estúpidamente, corrí a cerrar ventanas que, les recuerdo, habían permanecido varias horas abiertas.
Luego, más estúpidamente aún, recorrí la casa susurrando "Gatita, gatita... ¿dónde estás, preciosa?".
Por suerte no seguí avanzando en pos de la estupidez absoluta: estuve a punto de sentarme, a las tres menos cuarto de la mañana, a escribirles todo esto.

Es que, como les digo desde el principio, hay historias que merecen ser contadas, aunque uno no sepa cómo. Si no, uno se ahoga.

Yo no podía despertar al Jota para aliviarme, pero tampoco sabía cómo contarles a ustedes esta historia loca. Se ve que mi cabeza decidió contársela a sí misma, porque me quedé en cama, sonriendo, insomne, hasta la madrugada.

Epílogo:
Hoy, al levantarme, me llamaron la atención unas marquitas en el piso del baño de arriba. Joaquín se había bañado por la noche y había dejado un poco húmedo el suelo, pero estas marcas eran negras, como de tierra seco. Me llevaron hasta la bañera. Corrí la cortina: desde el borde y todo a lo largo hasta la canilla, huellas de pisadas de gato.

Al llevar al Jota el cole, me encuentro con la madre del compañerito.
Me pregunta qué tal la gata, claro. Al contarle lo de la bañera, me dice: "Ah, sí... Olvidé comentarte que no bebe agua del cazo, sino del grifo".
Me abstengo de recordarle la escasez mundial de agua. En cambio, le digo que hasta ahora conseguimos verle los ojos y el rabo largo.
Y me dice que no. Que la que me trajo era la del rabo corto.

Gata (II)


28 de mayo

Gatam non habemus.
La gatita, definitivamente, no está en casa. No sé cómo pudo escaparse, ya que fui cerrando cada ventana si abría la puerta de la cocina, donde estaba ella, pero se las arregló. Quizás en un momento en que se fueron los de mi taller, el martes a la noche, se escabulló por la puerta; quizás realmente era una gata mágica (o líquida) y se evaporó.
Es muy raro saber que tuvimos, por unas horas, a un animal que no alcanzamos a ver; que adoptamos una gatita que no llegó a tener nombre; que uno se pone a querer aún antes de tener a quién. Es difícil explicar que se pueda estar triste por una gata que uno no llegó a ver entera, creyendo oír, en la casa, ruidos que no uno no llegó a conocer...
Ayer a la noche, cuando tras todo el día de dejar comida puesta y ver que no aparecía y correr muebles de un lado a otro, confirmé lo que había empezado a sospechar por la tarde. Por supuesto, me entristecí, aunque creo que mucho más que por la gatita invisible, por reabrir la pérdida de Tufo. Una vez más, me enfrenté sola a la certeza; una vez más, en un ratito deberé contarle al Jota que ya no tenemos mascota.
En realidad, ahora veo que era una muy mala idea traer un minino: yo no podría resignarme a no poder abrir ventanas, aunque "tragara" con lo de los arañazos en los muebles. Tal vez el Jota y yo deberemos conformarnos con sus Sea Monkeys, que cada vez están más gorditos (ellos) y más embarazadas (ellas). Si los que desaparecemos un día somos el niño y yo, ya saben quiénes nos han comido.

Mientras tanto, si alguna vez me va mal con la literatura y quiero abrir una tienda veterinaria, por favor, ¡háganme desistir de la idea!

Gata (I)


26 de mayo


Ayer, martes, de mi cigarrillo salió la fumata blanca: habemus gatam.
Sabemos que es siamesa, de color marrón, patas negras y enormes ojos amarillos. Sabemos que tiene o bien rabo corto o bien rabo largo. Sabemos, por lo que nos dijo la dueña anterior, que tiene cinco meses. Sabemos que en este momento está en la cocina. Y sabemos algo más: nuestra gata es única, porque, a excepción de los ojos, es invisible.

Ayer la trajeron, después de un viaje de 100 kilómetros (que, al parecer, la gata no había solicitado) en una jaulita de tela negra. Cuando abrieron la cremallera de la jaula, en la cocina, el Jota y yo nos asomamos: vimos un par de ojos enormes e inmóviles en medio de la oscuridad, pegados al fondo.
Por teléfono nos habían dicho que había dos hermanitas disponibles: una de cola corta y otra de cola larga. Nos preguntaron cuál preferíamos. Contestamos que podíamos prescindir del rabo, pero que fuese la más mimosa. Entonces descartaron una que, según nos explicaron, era arisca. Nos aseguraron que esta, en cambio, sin caricias "no puede vivir".
Entonces el Jota y yo nos pusimos de inmediato a la tarea, no sea cosa que el animalito se nos muriera de pronto por inanición de mimo: acostándonos en el suelo, estiramos el brazo dentro de la jaula y pudimos acariciarla. También por eso sabemos que existe.

Ocurrió que la mujer que nos la trajo debía llevarse la jaulita. En un momento en que el Jota y yo andábamos por el living, oímos una exclamación (no provenía de la gata). Volvimos a la cocina y encontramos a la señora boca abajo, en el piso, señalando un rincón lejano debajo del mueble de la cocina. Nos explicó que, ante la firme resolución de la gata de no moverse de su sitio, la había invitado a salir… volcando la jaulita. Que de haber sabido que bajo la mesada había una abertura por la que podría meterse no lo hubiese hecho. Que quién la sacaba de allí ahora. Que qué putada.
El Jota y yo la imitamos (sólo en la postura). A dos metros de nuestros ojos vimos otros, enormes, amarillos e inmóviles en la oscuridad, pegados a la pared del fondo.
La jaulita y la señora se fueron, no sin antes repetir que qué putada (sólo la señora). Nosotros le pusimos comida, agua y un recipiente con piedritas cerca y nos sentamos a esperar.
Después de esperar un rato, esperamos haciendo los deberes.
Después esperamos cocinando.
Después volvimos a esperar, nomás.
Los ojos no salieron.
Cerramos la puerta de la cocina, porque en la casa había ventanas abiertas y no queríamos que una gata invisible anduviera perdida por Gijón, cenamos y nos fuimos a dormir.
Hoy bajamos los dos muy optimistas a la cocina: ambos habíamos creído oír ruidos durante la noche. Al entrar, también creímos ver en las piedritas la huella mínima de un pis mínimo (o un pis minino). Nos acostamos en el suelo y nos asomamos al rincón.
Los ojos no estaban.

Los buscamos en otros rincones, debajo de la mesa, detrás del cesto de ropa sucia, arriba de la mesada, dentro del tacho de basura. Y nada.
El Jota se paró frente a la heladera, se llevó una mano al pecho y dijo: "Mamá, ahora sí que estoy muy preocupado. ¿Y si...?". Lo tranquilicé, aunque disimulé sacando un yogur para echar un vistazo dentro. Nunca se sabe.
Llevé al Jota al colegio y aquí estoy, sin haber visto entera aún a nuestra gata.

Aún no tiene nombre porque cuesta ponerle uno a una gata que uno no ha visto nunca. Yo había propuesto estos días llamarla "Aspirina", porque calma el dolor de lo de Tufo, pero, por suerte, el Jota me lo vetó.
Hoy seguiremos esperando, pero algo me dice que nuestra casa permanecerá habitada por dos presencias sólidas y una incorpórea. Que hace pis en las piedritas, eso sí.

En otro orden de cosas (me encanta escribir "en otro orden de cosas", porque supone que las cosas tienen orden. Y encima, más de uno. Si uno se limita a mirar el mundo, sin decir "en otro orden de cosas", no se da cuenta. Prueben y verán qué alivio sienten), me preparo para un encuentro en casa, el sábado, entre algunos de mis alumnos y una amiga leonesa que trabaja en una editorial. Viene a darles una charla, mientras yo les daré café y masitas.

Mi trabajo sigue igual, mucho y, a veces, lindo. El Jotita sigue siempre lindo y, a veces, mucho.


PP. DD: Ojo: no estamos tristes. Un animal siempre hace compañía en una casa. Y la que nos hará cuando podamos verla, ni les cuento.
PD: Si uno le cree a Saint Exupery, la nuestra es una gata esencial.

sábado, 27 de junio de 2009

Talleres de escritura creativa


Desde Texto Sentido me propongo compartir con vos mis muchas búsquedas y mis algunos hallazgos en escritura creativa.

En este sitio encontrarás:
  • propuestas de trabajojuego para fortalecer tus ficciones
  • materiales de diversos autores sobre literatura y el oficio de escribir
  • posibilidad de incluirte en talleres literarios
  • gente dispuesta a prestar ojos a tus textos y palabras a tus ganas de escribir cada vez mejor
  • ideas ordenadas y de las otras

Sé bienvenido

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