domingo, 28 de junio de 2009

Gata (VI)


Cada vez, me digo que será el último. Que no puede haber más novedades de Golda. Qué cuánto más puede pasar de interesante con una gata que no existe.
Y pasa, señores, pasa.

Desde el sábado que traje a Noche, Golda no aportó ni siquiera un salto, ni un ruido, ni una sombra oscura escabulléndose por el salón. Tampoco ningún pis, ninguna caca.
Noche no para de rondarme los pies, el regazo, el pelo; no deja de comer, de hacer pis y caca; no para de exigir mimos, de maullar. Su hermanastra, en cambio, de tanto empeño que pone en no ser, está a punto de perder su nombre para pasar a denominarse "la otra".

Cada tanto y desde que llegó, el Jota o yo nos arrimamos hasta el atiborrado hueco de la escalera para dejarle ofrendas: que si un platito de leche, que si un pedacito de jamón cocido. El hueco de la escalera es el santuario donde vamos a rezarle a Santa Golda para que haga para nosotros alguna milagrosa aparición. Nunca surte efecto pero no dejamos de ir, en procesión de dos, hasta el Santo Hueco. Es que la fe es así.

El sábado por la tarde, Noche recién estaba conociendo la casa y yo recién estaba conociendo a una gata normal. Por eso, mientras ella curioseaba, yo iba tapando cualquier resquicio por donde pudiera meterse para desaparecer por siempre jamás de nuestra vida. Es que el que se quema con un resquicio, cuando ve otro va y lo tapa.

Así, corrí almohadones, cajas y hasta muebles, con tal de que Noche no cayera también en el Triángulo de las Gatunas.
Luego me quedé todo el fin de semana trabajando en el escritorio, pero cuando a eso las 23 fui a dormirme frente al televisor, tanto el sábado como el domingo, tampoco vi ni oí a Golda. Como se imaginarán, no me extrañó.

Ayer por la tarde, estoy trabajando en la PC y el Jota juega con Noche al lado mío. La gatita se mete entonces en un armario entreabierto que tenemos en el escritorio. De pronto y por un segundo, oigo un ruido que no parece provenir desde dentro del placard, sino desde algún sitio cerca de él. Me pongo a buscar. A un costado, al otro...
En eso, pego la cara al muro para asomarme por detrás del armario, que está en una esquina, separado de cada pared por unos cinco centímetros. Y dos ojos amarillos me miran desde esa mismísma esquina.
Golda no tenía espacio siquiera para acostarse. Estaba medio de costado, torcida, como una feta de mortadela, entre el fondo del armario y la pared, y tan inmóvil como la misma feta.
La llamamos, le suplicamos, extendimos los brazos para ver si nuestros dedos le llamaban la atención. Nada. Ni se mosqueó, pero yo creo que porque no tenía espacio para mosquearse.

Entonces caigo en la cuenta de que el primer intento de curiosear de Noche, el sábado por la tarde, había sido, justamente, el de meterse por aquella rendija. Y yo, al momento, había obturado las dos entradas con sendas enormes cajas. Nunca pensé que, al mismo tiempo, obturaba salidas.

Mientras tanto, durante todo el fin de semana y parte del lunes, había seguido dirigiéndome, implorante, al hueco de la escalera.

En fin, aunque retiré las cajas y salimos los tres —el Jota, Noche y yo— del escritorio, a cada rato volvíamos a mirar: Golda seguía apretujada contra el rincón, detrás del armario. Veíamos sus ojazos amarillos y la silueta retorcida, pero ni un solo movimiento, ni un parpadeo. Tal vez no tenía lugar para parpadear.

Entonces decidimos improvisar una herramienta para, al menos, acercarle comida. Agarramos un palo de escoba viejo, de metal, hueco y abierto por un extremo; con un par de pinzas de ropa le adosamos a la punta un rectangulito de cartón del ancho de la rendija y pusimos encima unos pedazos de jamón cocido. Con suma lentitud y delicadeza, introdujimos el extremo con el cartoncito entre el armario y la pared y dejamos el palo apoyado en el piso. Después, nos fuimos.

Bueno, por la mañana, nos sorprendimos al ver el comedero totalmente vacío. No quedaba ni una bolita de comida. Como Noche había dormido toda la ídem en mi cama, era indudable que quien había arrasado con el alimento había sido Golda.
Desayunamos, llevé al Jota al colegio y me fui al bar. Al regresar, saqué la "pala de pizzero" de atrás del placard: no quedaba ni un solo pedazo de jamón.
Alcé la vista. Dos ojazos amarillos me contemplaban inmóviles y apretados, desde la esquina.

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