domingo, 28 de junio de 2009

Gata (III)


29 de mayo

No es novedad que hay historias que existen pero no se pueden contar. Uno intuye que la historia está ahí, obligándolo, pero cuanto más piensa en cómo decirla, más se le escapa.

Cuando fui a buscar al Jota al colegio debía decirle que ya no teníamos gata y no se me ocurría cómo. ¿Cómo anunciarle a un chico de ocho años que la realidad no reparte castigos entre los malos y mascotas entre quienes las quieren? ¿Cómo explicarle que, aunque en los cuentos siempre pasa lo que tiene que pasar y nada más que eso, la realidad se caga en lo verosímil y no necesita justificación alguna para jodernos?
Me temía el llanto de nuevo, la angustia de nuevo, como con Tufo.

Y no. El Jotita largó apenas un perplejo "Uy… Y yo, que quería verla...", sin demasiada pena. Al llegar a nuestro portal, vino la curiosidad: mirando hacia nuestras ventanas, en el 3º piso, se rascó la cabeza y dijo: "Pero, ¿cómo fue que pudo escaparse sin estrellarse contra el suelo?".

Lo cierto es que yo temía esa pregunta del Jota más que a ninguna, porque creía —cosa que no les conté ayer— que la culpa había sido suya. Verán: el martes por la noche acompañé a mis alumnos hasta la planta baja, encargándole a Joaquín que se quedara en casa. El ascensor no funcionaba, así que demoré. Al volver, me lo encontré en la escalera: por hacerme una broma había bajado, dejando la puerta del departamento abierta. Lógicamente, luego pensé que esa había sido la oportunidad que la gatita había aprovechado.
Bueno, le respondí que los gatos eran hábiles y que podían caer desde muy, muy arriba sin lastimarse. Me abstuve de comentarle las posibles consecuencias de su travesura.

Es que las historias piden habilidad para ser contadas, y uno, que a menudo no la tiene, necesita disfrazar un poco las cosas.

Al entrar a casa, después del cole, el Jota puso manos a la obra. No, para buscar a la gata, no. Ya sabía que no la encontraría: él sólo necesitaba descubrir por dónde se había escapado.
Se tiró al suelo y miró debajo de la mesada: "Aquí hay un agujero en la pared. ¿Pudo haberse ido por aquí?". Como era uno de esos por donde pasan cables, de 5 cm de diámetro, le aseguré que no.

"Bien, veamos", siguió —juro que dijo "Bien, veamos"— y se agachó hasta el zócalo, junto a un respiradero con rejilla. "Por aquí tampoco. Sigamos..." y así fue recorriendo toda la casa, con un codo apoyado en una mano y sosteniéndose la barbilla con la otra. Él mismo enunciaba las hipótesis y las descartaba con tono entre profesional y triunfal: "Hubiera podido irse por el inodoro, pero los gatos le temen al agua..."; "El sumidero de la pileta es muy pequeño..."; "¡Ahá! Aquí abajo del mueble hay polvo, pero no hay huellas. Entonces, por aquí no pasó", and so on.
Me alegré de que reaccionara así: verlo jugar a Sherlock Holmes era mejor que verlo angustiado.

Por fin, declaró: "Me doy por vencido. No entiendo por dónde pudo irse, mamá".
Le dije que nunca lo sabríamos. Me abstuve de decirle lo que su pose de detective me había recordado, aquello de: "Cuando uno descarta todo lo imposible, lo que queda, por más improbable que parezca..." Sin embargo, volvería a acordarme del axioma una vez más antes de irme a dormir.

Una vez pasado el trance con el Jota, me dediqué a sufrir por cómo iba a contarle a la mujer que nos trajo la gata que la habíamos perdido.
Es la madre de un compañerito de él; cruzarme pronto con ella era inevitable. Me martilleaba la cabeza su última advertencia: "No dejen ventanas abiertas, ni siquiera un poco, porque se escapa en un tris". Claro, desde que me lo dijo el martes, hasta ayer, jueves a la tarde, yo había abierto ventanas sólo con la hoja abatida, teniendo la precaución de cerrarlas apenas me daba vuelta.
Ayer por la tarde, cuando por fin asumí la ausencia de la gata (tras ordenar y limpiar a fondo para la visita que llega hoy de León) decidí que la casa no podía seguir cerrada —ya empezaba a oler a humedad— y abrí todas las ventanas de para en par. Me asaltaba a cada rato el temor a oír el timbre, porque, en mi culpabilidad, imaginaba que la madre del compañerito de Joaquín vería desde la calle mis ventanas abiertas y subiría a pedirme cuentas.

Es que hay historias que nos mueven culpas tan profundas que no se pueden contar.

Sabemos que la historia está ahí, como un gato, casi al alcance de la mano. Nos tortura, nos ronda, nos seduce; desesperamos por contarla e intuimos que la tenemos a centímetros de nuestros ojos... pero cuando nos giramos para mirarla de frente, se escabulle. Uno se queda en blanco y entonces, recién entonces, uno comprende qué carajo quiere decir "inefable".

Es que a veces no se puede fabular, porque la historia es mucho más ágil que uno.

Uno querría que las historias fuesen perros, que te siguieran incansables hasta que te rindas y te sientes a jugar con ellas. Pero no: son gatos.
Cuando más seguro estás de que la tenés agarrada, que sabés cómo contarla —empezarás por aquí, seguirás por allá—, se escapa por la ventana o por una puerta entreabierta y te deja con el paquete de cariño sin entregar.

La realidad es, y punto. No exige ser creída, porque no lo necesita.
Hay historias, en cambio, que si no se pueden contar es porque no te las creería nadie.

Porque, ¿a que no creerían si les dijera que a las dos y media de la mañana, al levantarme del sofá para irme a dormir, una bola oscura, con algo que me pareció un rabo largo, se materializó de pronto en medio del living —no desde un rincón, no desde debajo de un mueble— y corrió con rumbo desconocido hacia otro cuarto, desmaterializándose de nuevo?

Me quedé un siglo de dos segundos inmóvil, en mitad del salón.
Después, estúpidamente, corrí a cerrar ventanas que, les recuerdo, habían permanecido varias horas abiertas.
Luego, más estúpidamente aún, recorrí la casa susurrando "Gatita, gatita... ¿dónde estás, preciosa?".
Por suerte no seguí avanzando en pos de la estupidez absoluta: estuve a punto de sentarme, a las tres menos cuarto de la mañana, a escribirles todo esto.

Es que, como les digo desde el principio, hay historias que merecen ser contadas, aunque uno no sepa cómo. Si no, uno se ahoga.

Yo no podía despertar al Jota para aliviarme, pero tampoco sabía cómo contarles a ustedes esta historia loca. Se ve que mi cabeza decidió contársela a sí misma, porque me quedé en cama, sonriendo, insomne, hasta la madrugada.

Epílogo:
Hoy, al levantarme, me llamaron la atención unas marquitas en el piso del baño de arriba. Joaquín se había bañado por la noche y había dejado un poco húmedo el suelo, pero estas marcas eran negras, como de tierra seco. Me llevaron hasta la bañera. Corrí la cortina: desde el borde y todo a lo largo hasta la canilla, huellas de pisadas de gato.

Al llevar al Jota el cole, me encuentro con la madre del compañerito.
Me pregunta qué tal la gata, claro. Al contarle lo de la bañera, me dice: "Ah, sí... Olvidé comentarte que no bebe agua del cazo, sino del grifo".
Me abstengo de recordarle la escasez mundial de agua. En cambio, le digo que hasta ahora conseguimos verle los ojos y el rabo largo.
Y me dice que no. Que la que me trajo era la del rabo corto.

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