domingo, 28 de junio de 2009

Gata (IV)


3 de junio


Este será cortito pa no abusar de la paciencia ajena. Y recuerden que el que avisa no es traidor: sólo es avisador.

Cronología:
Martes, 18 hs: nos dejan en caución una gata.
Viernes, 2:30 hs.: algo peludo y marrón pasa junto a mí y desaparece.
Viernes, 2:31 hs.: me río sola, de pie en el salón.
Viernes, 6 de la mañana, aprox: me duermo, por fin.
Viernes, 15 hs.: comienzo a limpiar fervorosamente mi casa, porque para el día siguiente esperaba la visita de unas diez o doce personas, casi todos alumnos míos, para una charla que había organizado. Una conocida mía, que nunca había estado en mi departamento, llegaría el viernes desde León a dar esa charla y se quedaría a dormir aquí.
Viernes, a una hora incierta e infausta: un olor, tan persistente como inconfundible, llama la atención (de mi nariz) desde uno de los sillones del living. Casualmente, aquel en el que suelo sentarme cuando doy los talleres. Me acerco con miedo. Toco. Miro. Y sobre todo, huelo.
Allí está. La prueba más contundente, aromática y líquida de la presencia de mi gata. Ahí, en un sillón de madera y tela, inamovible por lo pesado, inocultable por lo grandote, imprescindible por la docena de personas que estaban a punto de llegar y mi escasez de asientos.
Entre puteada y puteada, esperanza y esperanza, saco la manta de telar que cubría el sillón: el pis la ha traspasado. La tiro a la basura. Retiro entonces la funda tapizada: el pis la ha traspasado. La meto en el lavarropas. Extraigo el almohadón de gomaespuma: el pis lo ha traspasado. Lo cuelgo de la ventana, hacia afuera, como una graciosa veleta, para que se airee.
Para ese momento, de la esperanza y las puteadas sólo me quedan las segundas: el pis llegaba al respaldo del sillón, ese que no puede sacarse, ni lavarse, ni airearse; sólo sufrirse.
Viernes, un rato después: rezo por que un súbito ataque de venusinos sobre la Tierra impida a todos los asistentes asistir a la reunión del sábado.
Viernes, un minuto después del rezo: vuelvo a putear a la gata, in abstentiae.
Mientras tanto, gran parte del tiempo del que creía disponer para comprar lo necesario para la charla (masitas, café, vasos descartables...) se va en sacar, lavar, airear. Y putear.
Viernes, 17:15 hs.: dejo al Jota en su clase de natación.
Viernes, 17:16 hs.: corro al supermercado
Viernes, 18:30 hs.: corro a casa a dejar la compra y acomodarla
Viernes, 18:45 hs.: corro a buscar al Jota a la piscina
Viernes, 19 hs.: corro a buscar a Ana, mi amiga leonesa, a la estación de autobuses
Viernes, 20 hs.: corro el sillón. Al menos, el hedor no se expandiría desde el centro del living.

Esa noche salimos los tres, el Jotita, Ana y yo, a cenar afuera.
La gata, a pesar de mis inconfesables deseos de que también se fuera, en cambio, se quedó.
Al entrar a casa después del restaurant, le propuse a Ana mostrarle los dormitorios, arriba (¡cualquier cosa menos entrar al salón!).

Viernes, 23 hs.: primer plano del desnudo frontal, completo, de mi gata.

Fetivamente, es siamesa, marrón con las patas negras y los ojos amarillos, con rabo corto. Y es una gata, o se le parece mucho.

Yo era quien, de los tres, subía en primer término; juro que no pude sostenerle la mirada. Me quedé inmóvil en el tercer escalón, ladeé la cabeza y susurré: "Ahí está". Tanto desorienté con mi postura a mi amiga y al Jota, que se asomaron por la baranda porque entendieron que yo estaba oyendo al animalito pasearse por abajo. Mientras, yo, clavada en el peldaño, seguía: "Está aquí, aquí... ¡delante de nosotros!"
En fin, el encuentro duró un par de segundos.
Uno de los cuatro salió disparada hacia abajo y se perdió, una vez más, en las sombras.

Sábado, 11 hs.: comienzan a llegar los invitados y van tomando asiento.
Sábado, 11.15 hs.: acaban de llegar los invitados y sólo queda un asiento libre.
Sábado, 11.16 hs.: me siento yo. ¿Dónde va a ser? Qué pregunta.
Sábado, 11.20 hs.: empiezo a percibir, no ya las señales olfativas que percibía desde el día anterior, sino una distinta. ¿Vieron cuando uno se acuesta sobre el césped, a la madrugada? ¿Vieron que al principio uno no siente el rocío que va metiéndosele de a poquito a través de la ropa? ¿Vieron qué desagradable es cuando por fin llega a la piel? Bueno, parecido, pero bastante peor.
No me atrevo a moverme. No ya a ponerme de pie, sino a despegar el cuerpo del respaldo. Sospecho que si me muevo, la baranda (y no la de la escalera) llegará hasta las Islas Canarias.
Pero debo servir las masitas y los saladitos y los quesos y el café en los vasos descartables que he comprado, ¿no?
Pues no. De momento al menos, no.
Decido no levantarme nunca más de aquel sillón. Almorzaría allí y ahí cenaría y dormiría en el sillón, si hacía falta. Y allí transcurriría mi vejez. Moriría en ese sillón y en él me velarían, en medio de un olor que haría palidecer de envidia al de cualquier corona.

De pronto me doy cuenta de que, aunque a nadie le llama la atención que un dueño de casa muera en su sillón favorito, pocos se tragarían que no se pusiese de pie para despedir a sus huéspedes.
O sea, que me quedan dos opciones: o levantarme a servir el café o morirme antes de la una del mediodía. Y lo más práctico es servir el café.

Pero antes, corro a mi cuarto a cambiarme la remera. Aunque hace una temperatura de 22 grados, me saco mi meada camiseta de manga corta y me pongo una de manga larga. Eso me acalorará, pero me ahorrará explicaciones.

Y la cronología siguió así:
El mismo sábado, por la noche: deduzco de que la meada se produjo alguna de las primeras noches, en que, para prevenir arañazos en el sofá de cuero, yo me había ido a dormir dejando cerrada la puerta del living. ¿Cómo saber que Invísibil Cat había quedado dentro, y no fuera?
Cada mañana: el Jota y yo comprobamos con alivio que la arena del recipiente contiene lo que debe contener, que hay una o dos bolitas menos de comida en el cuenco (sí, además de Invisible e Intangible, es Anoréxica) y que aparecen huellas de pisadas gatunas cerca de la manguera de la ducha de abajo, que dejo colgando, apoyada en el bordecito de la ducha mirando hacia la rejilla y apenas abierta, todo el santo día.
Ayer al levantarme: encuentro la inundación en el baño de abajo, parquet de la entrada incluido.
Alguien invisible, intangible y anoréxico había movido la regadera durante la noche, dejándola hacia afuera.
Domingo, lunes, martes y hoy, miércoles: no hubo avistaje alguno de la gata.

Ah, le hemos puesto nombre, también in absentiae.
Después de todo, como los billetes de 500 euros, las brujas y el colesterol, mi gata existe aunque no la veamos.
Se llama Golda.

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