7 de junio
No he contado nada acerca de la mujer que nos dio a Golda; como su intervención fue decisiva a la hora de aportar a nuestra vida una presencia/ausencia gatuna, lo merece. En rigor, la chica merece un libro entero, pero deberá conformarse.
Ya les dije que se trata de la madre de un compañero del Jota. Ella se llama Éider, y el nombre no es lo más raro que tiene.
Todo empezó un día, hace un par de semanas, cuando se acercó al bar donde desayuno y leo los periódicos. Cabe aclarar que ese rato es, no sólo sagrado para mí (que lo sagrado puede violarse), sino imprescindible. Hasta que tomo mi cortado y completo el sudoku de La Nueva España, yo no soy persona. Nada puede torcerme más el día que no comenzarlo así.
Bien, la mujer, apoyando ya la mano sobre la silla libre de mi mesa, me pregunta por Tufo, quehacetantotiempoquenoloveo.
—Murió —le respondo sin alzar la cabeza del periódico, mirándola por encima del marco de mis lentes.
No le doy detalles. No le hablo del hueso atragantado ni de la corrida a la veterinaria. No menciono la reacción del Jota. ¿Por qué, entonces, la mujer aparta la silla y se sienta? Nunca lo sabré, como no sabré espeleología ni si existe vida inteligente en Alfa Centauro.
Golpeteando disimuladamente con el extremo de la birome sobre el diario, le digo que fue hace bastante, que polvo somos y allá volvemos, que no somos nada y que ya se nos pasará.
Y es ahí cuando se produce la torsión en la Banda de Moëbius que hizo que Golda pasara de estar fuera de mi vida a estar dentro: agrego que alguna vez le traeré al Jota un gato.
—La gata de mi suegra tuvo cachorros —responde alborozada—. Son siameses, preciosos. Le diré que te guarde uno.
No me pregunta. No me consulta. ¿Por qué, entonces, asiento con la cabeza, muda, sin más? Nunca lo sabré, porque, si sé poco de cuevas, menos conozco la que tengo yo dentro del cráneo. Si sé poco de Alfa Centauro, menos sé si hay vida inteligente en ese mismo cráneo.
Ese día, mientras yo asiento estúpidamente, otro parroquiano aprovecha el derecho elemental de agarrar para sí lo que no se usa y arrebata de mi mesa La Nueva España: ¿acaso alguien puede estar charlando con una amiga y a la vez leer el diario? Pues eso.
A la mañana siguiente, cuando me faltan por rellenar sólo cinco casillas del sudoku, la misma mano de Éider se apoya sobre el borde de la misma silla del bar. Esta vez, no alcancé ni a golpetear con la birome.
—Ya está —me dice, apartando la silla para tomar asiento—. Mi suegra dice que la podemos ir a buscar hoy.
A partir de ese día, fui postergando el trámite todo lo que pude, sin saber bien por qué.
Pero después de todo, ya habían pasado tres meses de lo de Tufo. Después de todo, yo sí quería un gatito para Joaquín. Después de todo, los siameses son bonitos. Después de todo, Eider aseguraba que la de su suegra era súper cariñosa y justoloqueyonecesitaba.
Lo que me convenció, sin embargo, fue otra cosa. Después de la quinta mañana de sudoku interrumpido, supuse que traer ya a la siamesa era lo único que me devolvería mis apacibles desayunos.
Lo que sigue lo conocen ustedes.
A partir de que Golda llegó a casa, Éider siguió pasándose por el bar cada mañana, pero ahora para preguntarme qué tal la gata.
Se extrañaba; me daba ánimos, consejos; me pedía paciencia. Se declaraba culpable por la reacción de Golda. Me decía a su suegra también le disgustaba mucho el comportamiento de su ex gata.
Todo, menos dejarme leer el periódico.
—¿Sabes lo que tienes que hacer? —me dijo de repente hace un par de días—. Traer otro gato. Créeme, si metes a otro gato en casa, esta va a salir.
Yo me reí. Ella argumentó que eso era lo único que movería a Golda de su escondite. Que si el gatito era pequeño, mejor, por aquello del instinto maternal. Que lo que le pasa a mi gata es que echa de menos a sus hermanos, su madre, sus tíos...
—Pero, ¿¿¿cuántos gatos tiene tu suegra??? —pregunté extrañada.
—Diecisiete —respondió ella, impávida.
Cuando en otra mesa alguien acabó con el periódico, le dije a Éider que lo pensaría.
Y lo cierto es que esa mañana tampoco pude hacer mi sudoku, porque sí me quedé pensando.
Traer otro gato ya no me pareció tan absurdo, porque tener a Golda era lo mismo que no tenerla. En los últimos días, sólo la había visto una vez. De hecho, la gata había dejado de hacer pis o caca en las últimas 48 hs., no comía, no se la oía (nunca se la oyó). De hecho, ágil como soy para sacar conclusiones erróneas, yo ya casi me había convencido de que Golda había pasado a mejor vida en algún rincón de mi casa.
Esa noche, como al pasar, le comenté al Jota que quizá a Golda podría sucederle algo, quizá se enfermara, y como no aparecía nunca, no llegaríamos a curarla. Le dije que habría que prepararse. Que, en una de esas, nunca saldría de sus escondites. Y que aunque no muriera, lo sensato era intentar devolverla, ya que era obvio que la gata no se sentía cómoda en casa. No quedó del todo convencido, pero admitió, por suerte, que es difícil sufrir por un animal desconocido.
A la mañana siguiente, tras comprobar que de nuevo no aparecía pis en la arena y que los tres pedacitos de golosina gatuna estaban intactos donde los había dejado, le dije a Éider que sí. Que traería a casa otro gato si su suegra aceptaba que le devolviese a Golda. Eso, si lográbamos encontrarla dentro de casa y agarrarla, claro.
—Imposible —me respondió—. Mi suegra está harta de los gatos.
Eso fue el viernes, antes de ayer.
Por la tarde, me tocan el timbre.
Era Éider.
—Te lo he conseguido —me dijo, contenta, por el portero eléctrico—. Ven a verlo. Lo tengo en internet.
"Esta mujer no sólo consigue gatos como si fuesen naranjas", pensé, "sino que los guarda en lugares muy raros".
Pero fui a su casa y ahí entendí. Resulta que se había puesto a buscar en la red algún anuncio de "Regalo gatitos". Vaya uno a saber con qué criterios, había escogido uno de Soto del Barco. Esta vez, al menos el minino no viajaría 100 km.
Soto del Barco está a sólo 40.
Quedamos en que nos encontaríamos en el bar a las 10:30 hs del día siguiente, sábado. Sólo ella y yo, porque el Jota está este fin de semana con Alberto.
Por la noche, me quedé dormida frente al televisor, como siempre.
A las cinco de la mañana me despertaron unos golpes. Era Golda, que, con enormes saltos, intentaba treparse a la estantería más alta del salón, una que casi llega al techo.
"Vaya con la moribunda", pensé. "Así que aún somos tres en esta casa..."
Me quedé mirándola, sin atinar a nada, también como siempre. Sabía que si me levantaba del sofá escaparía.
Al menos así conseguí verla durante tres saltos. Ella, al comprobar su fracaso, volvió a desaparecer entre las sombras.
A todo esto, entre el sueño y el alivio de saber que la gata aún respiraba, me fui a la cama olvidándome de poner el despertador para mi cita con Éider.
Horas después, me despertaba el timbre del portero eléctrico. Entre lagañas y bostezos, apreté la clavijita y oí la voz de Éider:
—Oye, Graciela. Que el dueño del bar me dice que seguramente te quedaste dormida...
Me vestí a lo loco y salí, no sin antes pasmarme ante el comedero de Golda.
Por primera vez en los diez días que lleva en casa, había comido un puñado de alimento. Ni una ni dos bolitas: un señor puñado.
Se ve que la invisibilidad no da hambre, pero los saltos acrobáticos sí. También se ve que el único juguete que le gusta esta gata es mi ansiedad: sólo da señales de vida cuando yo decido que se ha escapado o está muerta.
Bueno, aunque viajamos hasta Soto del Barco con la condición de que yo pudiera arrepentirme, a los tres segundos de llegar Éider ya estaba descartando gatos (y quien descarta, al mismo tiempo "encarta"):
"Este no. Este tampoco. El se más allá, puede ser, porque tiene una manchita blanca..."
Según me explicó, de ninguna manera aceptaría que yo trajese a mi casa un gato negro, por lo de la mala suerte.
Por mi parte, le pregunté a la dueña cuál era más juguetona y menos arisca, y escogí a la que señaló, una de tres colores, entre los que predomina el negro.
El viaje de regreso en mi coche fue una pesadilla.
Yo iba manejando. Éider iba de copiloto, sosteniendo a la gatita. La gatita iba de arañante de copiloto.
Eider no paraba de gritar "¡Que me muerde, la muy puta...!" y "¡Me rompe el jerséy, la muy zorra!" o "¡Me está arañando los brazos, cooooño!" cada veinte metros. Rectifico: el "¡COÑOOOOOOO!" era cada cinco.
Yo, en una carretera zigzagueante de montaña, no podía hacer nada más que aguantar los insultos de Éider y los maullidos, cada vez más desgarradores, de la gatita.
Eso, y putearme a mí misma por haberme metido en un segundo berenjenal.
Si a Golda no la vemos ni la oímos, a esta gatita sí que la íbamos a sentir, pensé. Eider, sin duda, la estaba sintiendo en toda la piel.
Yo sólo anticipaba mentalmente explicaciones para el Jota: "Así como hay gatos insensibles al contacto humano, hijo, hay otros que dan demasiado contacto. El mismo contacto que un cable pelado. Preparate, mi vida".
Por fin llegamos a casa la gatita, Éider y yo. Puse al animalejo en una caja y fui a buscar algún trapito y un platito de leche. Mientras tanto, Éider, que había metido en la caja una pelotita, se quejaba de que la gatita no jugara con ella.
—Es que ésta no es una gata de raza. Las siamesas sí que son listas, pero estas…
Para ese momento, yo sólo quería que Éider y todas sus gatas se fueran, pero me conformé con que se fuera ella.
Fue increíble.
Juro que tampoco ahora exageraré, como no exageré contándoles lo de Golda.
Apenas Eider se marchó, la gatita se quedó tranquila.
Puse la caja en el suelo, a lado de la PC, y me dediqué a laburar. Minutos después, al salir del cuarto para buscar algo, la gatita maulló. Entré y me senté, y ella se calmó. Al rato, lo mismo: ¡me llamaba!
Yo le devolvía mimos y ella me olisqueaba la mano, el pelo, el cuello. Luego empezó a lamerme la yema de los dedos, como un perrito, y, como un perro también, se ponía boca arriba ofreciéndome la panza. Comió con glotonería toda la golosina que Golda había despreciado. Tomó leche (desde el pico de una jeringa, ya que desde el platito no la quiso). Pidió upa a cada rato, enroscándose en mi falda o trepándose casi hasta mis hombros, con la carita metida entre mi pelo. Como a las dos horas, la dejé suelta, temiéndome lo peor: ¿esta también escaparía, metiéndose en algún sitio inaccesible? Qué va. Esta iba curiosa por todos lados, pero no pasaba ni un minuto sin volver a restregarse contra mis tobillos o exigirme upa.
La llamaba y venía.
No la llamaba y también venía.
Jugó con todo lo que se le puso a tiro. Maullaba cada vez que no me veía y se calmaba cuando aparecía. Me lamía. Jugueteaba con mi dedo. Me apoyaba las patitas de adelante en el pecho y sacaba las uñitas, como hacen los bebés gatos con la mamá cuando maman. No me mordió ni me arañó ni una vez.
Por la noche, la llevé conmigo a mi cama. Se durmió apaciblemente y me despertó a las nueve, con minúsculos lengüetazos en una mano. Hoy por la mañana, se subió como una campeona al recipiente con arena e hizo su primer y su segundo y su tercer pis.
Cuando volví de desayunar en el bar, la casa estaba silenciosa.
Contuve la respiración. ¿También esta había desaparecido?
Al instante, un maullidito vino a buscarme al hall, para restregarse contra mí.
Ahora está en mi falda mientras escribo: ronronea, me muestra la barriga y de tanto exige que la mime con ambas manos o se sube al teclado, escribe signos raros en este mail y maúlla, imperiosa, para que le dé bola en lugar de ponerme a borrar lo que ella escribió.
Es HERMOSA. Tiene cinco semanas y mide unos 20 cm. de largo.
De esta sí ya tengo fotos. Como quince fotos, tengo.
A esta sí tendrá sentido darle un rascador.
¿Y Golda?, se preguntarán ustedes. ¿Cómo reaccionó? A lo Golda, por supuesto.
Silencio absoluto.
No se le vio el bigote, suponiendo que lo tenga.
No comió, no bebió, no hizo pis ni caca.
Así durante todo el día.
Cuando subí a acostarme, con la gatita nueva en la palma de la mano, un ovillo oscuro pareció desenrollarse desde una esquina del hall de arriba —adonde no subo nunca más que para irme a la cama, donde no tiene agua ni comida ni arena para el pis ni almohadón o trapito donde acostarse— y corrió escalera abajo.
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