jueves, 20 de octubre de 2011

Recuerdos

Hay recuerdos que son como comidas congeladas: se cuentan en siete minutos, sin descongelar previamente, apenas retirados de su envase. Su relato nunca sale mal: basta apretar la tecla "Start" del microondas ("La mañana de mi primer parto, yo...") y esperar el timbrecito —la sonrisa del otro siempre suena a timbre—. Uno sabe exactamente cuánta sal agregar, y en qué sitios ("Justo en ese momento..."). Los granos de maíz se ven amarillos y gordos como promesas; las arvejas brillan una a una de puro verdes ("aquello me costó cien mil doscientos..."); el arroz nunca se pasa, y la anécdota incluso sabe razonablemente bien. El auditorio prueba una cucharada y asiente. Salvo que le sirvamos demasiado, come educadamente todo nuestro recuerdo y se limpia los labios con una servilleta.   

Pero hay recuerdos de otro tipo. Los que huelen a lodo a algas barco hundido barro en plantas de pies, a maleza a río a piedra y a madera, y emergen enredados entre anzuelos: jirones de recuerdo arrastrando otros jirones arrastrando otros jirones. No se sabe dónde empiezan ni cómo acabarán: escatiman fechas, cantidades, nombres. Nos sacuden la boca con gusto a mandarina, a orégano, a sal, a leche tibia de noche en un invierno. Por un rato se posan en los dedos, y no hay cómo narrarlos: tememos que el polvo de sus alas se nos quede en las yemas. Nos atan las entrañas con la fuerza de grúas nos agarran las tripas se acurrucan adentro se trepan hasta el pecho nos ahogan de asombro, gigante que despierta y se pone de pie para desperezarse. Irrumpen sucios como un recién nacido, olorosos a sangre y carne nuestra, pero laten tan fuerte que detienen el mundo: cualquier otro sonido se calla para oírlos: fragmentos de mirada, pedacitos de astillas y hojas secas, un olor a sótano, guitarra y bossa nova —solo seis escalones y no más de tres mesas—, el roce de una palma que quema sin dolor y para siempre.

No deberíamos llamar a todos los recuerdos por el mismo nombre. Los hay de microondas y de los otros. Los hay obedientes, que acuden a nosotros moviéndonos el rabo, después del postre y antes del café, para que los saquemos a pasear un rato. Y los hay otros, que vienen cuando quieren, sin permiso: hilachas que entretejen de nuevo aquel pasado y, con un solplo, lo alzan en el aire y lo ponen a andar. Son retazos de bordes desprolijos, que nos dejan hambrientos y temblando.   
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3 comentarios:

  1. qué bonito lo haces, y qué cierto. Reconozco los obedientes, y los sinpermiso. y aún más, los temibles que sólo se asoman en los sueños.

    Una delicia leerte,

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  2. muy lindo ma!
    me quedé con las ganas de leer el relato del recuerdo de la foto.. :)

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  3. Gracias, chicas. No había leído hasta hoy sus comentarios, que ya están maduritos :-).
    ¡Perdón por el despiste!

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