Un tren avanza desde la estación. Yo camino a su lado por el andén, apurada por llegar hasta la puerta. A través de una de las ventanillas, distingo a mis hijas. Es sólo un momento: el tren acelera y las pierdo de vista. Corro hacia adelante, pero el tren es más veloz. Pasa a mi lado otra ventanilla; esta vez, hay desconocidos en el asiento, blandiendo folios escritos. Extiendo los brazos, corro más rápido. Todo en vano. Las ventanillas se suceden, mientras sigo corriendo por el andén, persiguiendo a un tren interminablemente inalcanzable.
Agotada por la carrera y compungida por lo que el sueño me cuenta sobre mi vida, me despierto.
Pero un rato después abro mi correo. Me espera allí un mensaje de miAna, que me manda una canción de Serrat —un hermoso tema, desconocido para mí— para que despierte "con música". Seguidito al de ella, un mail de miAnat trayéndome otra canción —¡fractalizada y en hebreo, y con título en francés! Una joya: "Sasha au pasage"—.
Dejarme abrazar por ambas canciones hace que me caiga la ficha: es cierto, la vida se nos pone a menudo de costado y nos obliga a correr tras la ilusión de dar abasto. Pero también es otra cosa.
La vida también está en un mismo tren donde viajan Ana y Anat, separados sus asientos sólo por una "t". No se conocen; una es española y la otra, israelí. Una nunca llevó caracolas de Gijón a León; la otra, jamás trajo té "Wisotzky" de Kfar Saba a Asturias. Sin embargo, se encuentran las dos, frente a frente, en un pasillo. Se miran, se sonríen (mucho, se sonríen), seguramente se tocan las manos, la cara, se dicen algo (o mucho), se despiden.
Aunque ellas no lo sepan nunca, sólo por haberse subido a este tren —no importa en qué estación ni con qué destino—, comparten un trayecto entre sí. Sin haberse visto nunca, y sin verse jamás, intercambian música y palabras y se muestran una a la otra figuritas de su álbum. En ese viaje, yo no las miro desde el andén, desesperada por no alcanzarlas. Ahora no estoy fuera, consultando el reloj sin dejar de correr hacia adelante.
En este viaje yo soy el tren, soy yo el pasillo. Viajan en mí estas pasajeras, y el traqueteo de mis ruedas no les molesta (¡incluso dicen, a veces, disfrutar del ruido!). A mí me encanta atender a lo que en voz muy baja, una a la otra, se comentan y, sobre todo, cobijarlas.