Ayer me enteré —gracias al excelente blog de Miguel Wald algundiavuatenerunblo.blogspot—
de que Nicolás Bratosevich, mi maestro, había muerto.
Conocí a Brato en 1977 en el
Instituto Superior del Profesorado, cuando yo tenía 19 años y, aunque al
comienzo de las clases, en marzo, yo no lo sabía, dos meses después debería
exiliarme. Él impartía una asignatura llamada «Composición», un nombre que
evocaba cuadernos escritos con letra infantil que, indefectiblemente, contenían
aquello de «Tema: La vaca». Aunque los futuros profesores de Lengua esperábamos
de su parte una disertación teórica y el respectivo listado de lecturas obligatorias,
como en el resto de materias, Brato abrió la clase con una pregunta que nos mantuvo
debatiendo una hora y media: «¿Por qué la palabra ‘canasto’, tan común para
nosotros, no aparece en el Diccionario de la Real Academia, donde sí figura la
desconocida ‘canastro’, con el significado que los argentinos le atribuimos a
la otra?».
Pronto vendría el primer ejercicio de escritura. Tampoco lo
sabía yo en aquella época, pero se trataba de una consigna propia de un taller
literario. Debíamos presentar un texto de ficción que mostrase un conflicto
lingüístico, un malentendido, entre los personajes. Redacté el mío con pasión
porque lo leería y lo comentaría Brato, con miedo porque lo leería y lo
comentaría Brato, con esperanza porque lo leería y lo comentaría Brato. Y
porque él sería el primer lector de uno de los cuentos que yo escribía, desde
hacía un par de años, sin decírselo a nadie.
El día en que él nos haría la devolución sobre los textos
presentados, me atreví a pedirle que comenzase por el mío. Le di algún motivo
banal, supongo, aunque lo cierto era que yo ya sabía que, para la siguiente
clase, yo ya me encontraría a diez mil kilómetros del Instituto. Brato aceptó,
y lo que dijo acerca de mi texto de apenas dos folios alcanzó para que me
decidiera a jugar a este juego cada vez más en serio.
Veinte años después, volví a rastrear la pista de Brato y me
apunté en uno de sus talleres literarios, una continuación de lo que había sido
para mí aquella clase.
Publico ahora algo que escribí en aquellos días de 1997 pensando
en él, en lo que sus palabras, su mirada, habían despertado en mí mucho tiempo
atrás, algo que todavía vela y no está dispuesto a callarse.
Por Nicolás Bratosevich*
Corría el año 1997. Corría por el resto del planeta: en
Argentina, en cambio, se arrastraba. Tenía que ir esquivando Falcon verdes y
hombres con anteojos de sol en invierno, y el año tropezaba en cada esquina,
enredados los pies con siluetas dibujadas en la vereda.
«Los años no están hechos para quedarse quietos», se decía
el ’77. «Los viejos se lamentan porque volamos y los chicos quieren que el año
lectivo pase rápido. Yo debo ser el único idiota que no sabe transcurrir».
En efecto, el tiempo parecía haber retrocedido. El siglo XII
se enseñoreaba de las iglesias; el siglo I, de los cuarteles, y el Jurásico de
las universidades, con dinosaurios recorriendo pasillos y salas de profesores. El
año envejecía prematura y velozmente: en febrero era adulto y hacia abril ya
parecía un anciano. Le dolían las coyunturas, su cuerpo estaba cubierto de
llagas y lo consumía la anemia, a fuerza de misteriosas hemorragias en las
calles de cada barrio de nuestro país. Lo habían ensordecido con proclamas
militares y estaba casi ciego por el mandato de no mirar lo que veía. Se
habituó a hablar lo menos posible: temía no llegar vivo al 31 de diciembre,
dejando a varios de sus meses fuera de la historia.
Una mañana, el ’77 lamía la Avenida de Mayo, dándole la
espalda al Congreso —tal como se le había ordenado—, cuando se detuvo a la
altura de la calle San José. Sin preguntarse el motivo, atravesó el portón
enrejado de uno de los edificios y, jadeando por el esfuerzo, subió un par de
pisos por la escalera de mármol agrietado. Atraído por las voces, se acercó a
una de las aulas. Un profesor de literatura proponía un ejercicio de
composición a sus alumnos.
Circularon varias versiones sobre lo ocurrido aquel día.
Hubo quien opinó que el año 1977 comenzó allí a tejer una historia. También se
dijo que quiso atarse a un mástil para no enloquecer con la llamada de las
voces. Otros aseguraron que, en ese instante, el chaleco de fuerza que lo
asfixiaba comenzó a deshilacharse.
Yo creo, sin embargo, que esa
mañana el ’77 dejó adrede un hilo suelto entre los renglones de mis carpetas,
un hilo que extendería su punta, esperando el tiempo que hiciera falta hasta
que yo lo recogiera.