miércoles, 23 de octubre de 2013

Hacía falta una buena excusa para que yo retomara este blog. Las ganas no bastan nunca cuando el enemigo está adentro de la cabeza de uno, porque las manos que deberían teclear la historia esa que uno quisiera escribir tienen la estúpida, inveterada costumbre de obedecer a esa misma cabeza. ¿Y qué pueden hacer dos pobres manos, por más dedos que tengan, contra millones de neuronas ávidas de manducarse un buen plato de entusiasmo? En fin, que hacía falta una excusa, decía, y entonces adopté una. Se llama Luma y es así:




Sucede que, cuando aún vivíamos en España, prometí a Joaquín que tendríamos un cachorro. Y, como pasa con las ganas de escribir, también las ganas de un perrito se iban posponiendo. Primero fue por el futuro traslado a la Argentina; luego, porque no teníamos una casa propia. Más tarde, porque ya teníamos una casa propia… y había que amueblarla. Cuando por fin nos instalamos cómodos, vino aquello de «¿Traer un cachorrito justo ahora, para que nos arruine los muebles nuevos?» Entonces le propuse al niño que, en vez de un perro, nos resignásemos a adoptar un gatito, un hámster, una tortuga o tal vez con algo aún más tranquilo, como un gusano de seda. ¿Y por qué no un jarrón, para el caso?

Por algún motivo, Joaquín no estuvo de acuerdo, especialmente con lo del jarrón. Sin embargo, yo me resistía a la idea de complicarnos tan gratuitamente la vida —qué equivocada estaba: de gratuito, ¡un perro no tiene nada!—. El tiempo siguió pasando; mientras tanto, Joaquín me obligaba a ver cada capítulo de César Millán, me dejaba en la mesa de luz revistas sobre perros y me atosigaba con informaciones: «Antes de adoptar, hay que escoger muy bien la raza…» (¿De qué elección me habla, decía yo, si cada perro de los que suelen ofrecer en la Protectora tiene una célula de cada raza?), «Lo mejor es ir allí y dejar que los perros se acerquen a uno, observar que la energía de perro sea compatible con la de uno…» (¿qué energía de uno? Después de las clases, las correcciones, la tarea en la casa, el niño y el novio, mi energía se reduce a la que necesaria para bostezar). Joaquín también tenía propuestas menos juiciosas, como: «¿Y si, de momento, ya que no podemos tener perro, vamos comprando el collar?».

Por fin, con razonamientos impecables, lo convencí de que no podíamos, no po-dí-a-mos, de ningún modo, tener un perro. A lo sumo, un gatito.

El sábado pasado, tras la compra en el súper, pasamos por una plaza cercana para ver la feriecita artesanal que habían montado, sin saber que, junto a la verja, nos toparíamos con cinco mujeres, una más despeinada que la otra, portando un cartel escrito a mano («Asociación para la Adopción de Mascotas»), una jaula de gatitos y unos cuantos perros de edades, razas y olores indefinibles.

Joaquín pasó cerca de los gatos mirándolos de reojo y juntando coraje para pedirme uno mientras yo juntaba otro para desilusionarlo una vez más. Se ve que el coraje no abundaba por esa plaza, porque ninguno de los dos encontró suficiente: él no llegó a pedirme nada y yo la vi a ella.

Ahí estaba, en una jaula, sacando las patitas por entre las rejas para jugar con los chicos que se agachaban a mirarla. Entonces, haciendo un bollo con todos los consejos acerca de la cuestión y todos los argumentos en contra, mi corazón se enamoró de Luma. Ella todavía no se llamaba así, ni de ninguna otra manera, porque la habían encontrado en la calle el día anterior y se desconocía todo sobre la cachorra. Le calculaban unos cuatro meses.

Imposible describir el cambio en la mirada de Joaquín cuando le propuse adoptar a la cachorra. La sonrisa, en cambio, es fácil: ocupó la plaza de una esquina a la otra.

Ahora, tras cinco días de compartir hogar con Luma, puedo contarles algunas anécdotas. La parte tierna la imaginan, ¿no? Lengüetazos, nene durmiendo abrazado a perra, perra que salta de alegría a cada rato al vernos y todo eso. Vamos a lo otro, entonces.

El lunes sería el primer día en que Luma quedaría sola. Serían solo dos horas y media. La metí en la cocina, con agua fresca y nada frágil o peligroso a su alcance. Bien. A mi regreso, Luma me recibió con los esperables y espasmódicos movimientos de lengua y cola… y con el suelo de la cocina cubierto de: 1) pedazos de plástico 2) pedazos de cartón 3) pedazos de una carpeta de cuerina que estuvo hasta ayer apoyada encima del lavarropas y que hoy ya está en la basura 4) pedazos de caca 5) pedazos de otras materias de difícil clasificación. La cagué a ped… azos y me pasé las siguientes dos horas devolviendo a la cocina su aspecto natural y preguntándome cómo había hecho la perra para acceder a lo poco que yo había dejado sobre la mesada, a más de un metro y pico de altura.

Ayer, martes, decidí que había que probar otro sitio de la casa para cuando me ausentara, también por dos horas y media. Tenía que dar una clase de 9 a 11 hs., y la dejé en el baño grande, intentando que nada —excepto el mármol de la bañera y demás artefactos, que, deduje, resistirían sus mordidas— quedase a su alcance. Subí los frascos de shampú al ventanuco y plegué la cortina de la bañera sobre el caño, y me fui satisfecha de mi sagacidad a enseñar proposiciones adverbiales y subjetivemas a un chico de 15 años.

A las diez de la mañana, en medio de la clase, suena mi celular. Era el encargado de mi edificio, que me informaba que, de mi departamento, salía agua. El charco llegaba hasta el ascensor.

Entonces recordé la vez que, hace más o menos un mes, olvidé cerrar del todo el grifo del bidet antes de irme a dormir: como las cañerías están semiobstruidas por el material de obra y el piso está tan mal hecho que el agua no se desliza hacia la rejilla sino que corre por la juntura de la pared, nos despertamos a las cinco de la mañana con el agua cubriendo el departamento entero y más allá.

Con el alma en un puño, puteando por dentro a los constructores que se niegan a arreglar este y otros muchos desperfectos, temblando al pensar en la pobre cachorra chapoteando encerrada en el baño, seguí explicando los nexos subordinantes y relacionantes una hora más. Por suerte, el encargado, aunque no podía entrar a mi departamento, sí había conseguido cortar el agua desde afuera.

A las 11, llevé en un taxi mi taquicardia hasta casa. Afortunadamente, el agua había drenado a través de las paredes y no inundaba el baño. Además, casi toda la que quedaba había sido absorbida por la montaña de papel higiénico que cubría el piso, ya que, antes de irme, yo había olvidado sacar el rollo de su sitio y la perrita, astuta, se había percatado de ello.

Sin embargo, aparecían también unos trozos muy pequeños de algo parecido a cartón que no logré identificar. Fue recién al terminar de limpiar todo cuando me di cuenta del sitio del que provenían: el borde inferior de la puerta del baño mostraba un hueco espantoso, irregular pero indiscutiblemente producido por uñitas de perro.

Entonces entendí. La inundación anterior, de cuando olvidé el grifo abierto, había ablandado la madera. Luma no hizo más que profanar el cuerpo de un cadáver, el de mi puerta, que ahora luce un agujero de unos diez centímetros de alto y unos treinta de largo. Si la hubiese dejado un rato más, la cachorra habría podido salir del baño por sus propios medios. Menos mal que tiene medios, porque lo que es entero, no quedará nada en casa si sigo yendo a trabajar, me dije.

Hoy, por lo pronto, avisé al trabajo que no contasen conmigo por la mañana y Joaquín faltará al turno tarde de su colegio. Si algo se rompe, por favor, que no sea la monotonía.

(Continuará… si es que Luma no me mastica la netbook)
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